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La hipoteca del poder

Van a hacer ahora cuatro años desde que, en el acto de clausura del Congreso de las Juventudes Socialistas celebrado en Madrid, el presidente del Gobierno definiera de manera particularmente rotunda e inequívoca la corrupción como la hipoteca del poder. "La hipoteca del poder nace de la corrupción", fueron exactamente sus palabras.Me imagino que si en estos días han acudido a mi mente estas palabras del presidente del Gobierno, con mucho más motivo se habrá acordado de ellas Felipe González a medida que ha ido teniendo conocimiento de los nuevos casos de corrupción aireados por los distintos medios de comunicación social y que parece que han llegado a alcanzar a personas e instituciones que deberían estar por encima de toda sospecha.

Y no es para menos. La corrupción no sólo es la hipoteca del poder del Estado. Es mucho más. Es la enfermedad más grave que puede aquejar al Estado democrático representativo, porque lo ataca en su núcleo esencial, esto es, en aquello que lo hace ser superior a todas las demás formas históricas conocidas de organización del poder: en la separación entre el poder político y la propiedad privada.

En esta separación hunde sus raíces el principio de igualdad jurídica, del que arrancan directa o indirectamente todos los elementos políticos e institucionales de lo que entendemos por Estado de Derecho y de lo que conocemos como vida política civilizada. Esto es lo que ataca en su misma esencia la corrupción, que no es más que la privatización del Estado, la subordinación por vías soterradas y espurias del poder político a la propiedad privada. De esta manera, se imposibilita que el Estado pueda ser el representante del conjunto de la sociedad y que pueda tomar decisiones con el grado de independencia que es posible en las sociedades humanas decentemente constituidas. El Estado no puede ser la expresión del interés general porque está hipotecado a intereses particulares.

Se trata de una enfermedad gravísima y frente a la cual no existe una vacuna de total garantía, ya que la supresión de la propiedad privada, que sería la única forma de atajar el mal en su raíz, se ha manifestado en las sociedades en las que se ha ensayado el experimento (las llamadas democracias socialistas) como un remedio peor que la enfermedad.

Justamente por eso es por lo que la sociedad democrática no puede bajar la guardia en estos asuntos y por lo que los órganos del Estado deben actuar con todo rigor en la supresión de tales conductas. La lucha contra la corrupción es la condición sine qua non de toda convivencia democrática y digna. No hay país que no la ataje que pueda respetarse a sí mismo y pueda ser respetado por los demás. Pues no hay vicio más repugnante en el Estado democrático que la venalidad del oficio público. Por eso resulta social y políticamente intolerable.

Sentado esto, es indispensable recordar, sin embargo, que, a pesar de las noticias que nos llegan estos días, la experiencia política desde el 15 de junio de 1977 ha sido, con mucha diferencia, el intento más serio de construcción de una Estado democrático en toda nuestra historia y que, por mucha corrupción que esté saliendo a la luz, no ha habido ningún período anterior en el que la subordinación del Estado a intereses privados no haya sido mucho mayor. Que no se baje la guardia está muy bien, pero que tampoco se pierda la perspectiva y que no se olvide que en este terreno,. como en casi todos, cualquier tiempo pasado siempre fue peor.

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