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Los extremos de la vida

Hay cuestiones y momentos aptos para la polémica y otras -y otros- que lo son más para la reflexión. Quienes contienden en una polémica no tratan, aunque lo parezca, de convencerse mutuamente, sino de atraer a otros a su propio bando, y esto lo procuran con muy diversos procedimientos, entre los que el recurso a la razón suele ocupar un lugar más bien pequeño. Los polemistas pueden ser, y lo son con frecuencia, feroces con el adversario. En la reflexión que cada persona realiza sobre un problema que le concierne debe buscar, a solas, la verdad por medio de la razón y con argumentos que contengan razones. Quien reflexiona trata de convencerse a sí mismo contra nadie.En 1973, la Corte Suprema de Estados Unidos, en el famoso caso Roe versus Wade, declaró inconstitucional una ley del Estado de Tejas que penalizaba el aborto salvo cuando con él se tratara de salvar la vida de la madre. Desde entonces la cuestión del aborto es allí tema permanente de polémica, de campañas, de pancartas y manifestaciones. Aquella importantísima sentencia dijo mucho más que lo antes resumido, porque declaró también que cualquier ley que con el fin de proteger el feto penalizara el aborto durante los dos primeros trimestres del embarazo sería inconstitucional, si bien los Estados podrían prohibir penalmente el aborto durante el tercer trimestre. La sentencia se adoptó por una votación de siete a dos. Desde entonces la cuestión del aborto es no sólo polémica, sino que se ha convertido en test para que el Senado acepte o vete a un jurista propuesto por el presidente como candidato a miembro de la Corte Suprema, en cuyo seno la relación entre jueces partidarios de respetar y mantener el precedente del caso Roe vs. Wade y quienes lo son de alterarlo radicalmente en algún futuro caso es muy equilibrada, y también en problema acerca del cual se pide que se definan los candidatos a presidente de la nación.

En España no ha ocurrido nada semejante desde la sentencia 53/1985 del Tribunal Constitucional, en la que, aun declarándose "disconforme con la Constitución" el proyecto de ley orgánica de despenalización del aborto, se vino a sentar las bases y las garantías para la despenalización en determinados supuestos. Aquí el grado de aceptación social de la despenalización vigente, y aun probablemente de alguna ampliación basada en criterios de plazo, parece consolidado y pacífico, o, al menos, no resulta controvertido en los mismos términos: ni los nuevos magistrados del Tribunal Constitucional nombrados desde 1985 han sido obligados a pronunciarse al respecto, ni en las campañas electorales celebradas después de aquella fecha ningún partido ha hecho promesa formal de suprimir los actuales supuestos de despenalización en el caso de acceder al poder.

¿Será que nuestra sociedad es más tolerante? ¿Qué significa en este contexto la tolerancia? ¿0 será que entre nosotros no existe más alternativa a la polémica desaforada - la hubo a lo largo de 1985- que el silencio, el olvido o la trivialización? ¿Cuál es, en una cuestión que tanto la requiere, el momento para la reflexión? A situar el problema del aborto y el de la eutanasia, los dos extremos de la vida, dentro de un terreno acotado por la reflexión responsable, la libertad de conciencia y 1a idea de la santidad de la vida" contribuye poderosamente un libro de Ronald Dworkin traducido al español a los pocos meses de su aparición en inglés.

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Dworkin, muy en su línea metodológica de defender la permeabilidad entre moral y política, ha llevado a cabo un inteligente esfuerzo por racionalizar en términos éticos y jurídicos (quizá más en aquéllos que en éstos) la intuición u opinión común que reconoce a la vida humana un valor intrínseco, sagrado y en cierto modo religioso. Su originalidad consiste en construir sobre ese fundamento no un argumento contra el aborto y a favor de su penalización, sino, todo lo contrario, una tesis elegante y convincente en contra de su prohibición y a favor de su permisividad dentro de ciertos plazos y en determinados supuestos. Su construcción consiste en trasladar el peso más fuerte de la argumentación permisiva al ámbito de la primera enmienda de la Constitución de Estados Unidos, que impide la imposición de creencias o credos religiosos y garantiza la libertad e inviolabilidad de la conciencia individual. El paso intermedio que da Dworkin implica la utilización de un concepto muy amplio de religión o creencia religiosa. Si hay -dice Dworkin- religiones sin dios (el budismo, por ejemplo) y si hay hombres confesadamente ateos o agnósticos que, sin embargo, coinciden en reconocer un valor sagrado a la vida, esa creencia puede, a efectos constitucionales, ser considerada como religiosa. Ahora bien, una vez residenciado el problema en este "lugar constitucional" se impone una importante consecuencia jurídica: el cuánto, el cómo y, sobre todo, los límites de la protección de un feto, que no es "persona constitucional" y que no sea aún por sí mismo viable, son materias a decidir en conciencia por la mujer embarazada, sujeto consciente, de un modo personalizado y responsable, de cómo y hasta dónde hay que proteger la vida humana en formación, cuando su continuidad entra en colisión con aspectos serios y problemáticos de su propia vida, de su personal proyecto vital, de su vida entendida como un todo. La sociedad no tiene derecho a imponer a la mujer embarazada unas acaso mayoritarias convicciones también religiosas acerca de cómo y hasta dónde proteger el feto. "Dado que las opiniones acerca del aborto descansan sobre diferentes interpretaciones de una creencia compartida en la santidad de la vida humana, son ellas mismas creencias esencialmente religiosas", y en cuanto tales, dignas de respeto y tole-

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Los extremos de la vida

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rancia y no susceptibles de ser impuestas por nadie a nadie. Pero ¿hay jurídicamente algo menos tolerante y más coactivo que el Código Penal? De la argumentación de Dworkin se deriva la negativa (dentro de los límites de la sentencia Roe vs. Wade) a declarar constitucional la penalización del aborto y, con mucho más motivo, la permisividad de su despenalización circunstanciada.

Hay puntos débiles en el libro de Dworkin, más sólido quizá como discurso ético que como alegato jurídico. Pero en un problema como el del aborto, lo que para algunos puede ser debilidad para otros, entre los que me cuento, es lucidez. Los límites del derecho, y en particular del penal, son en cuestiones como el aborto y la eutanasia (ésta, mucho más compleja, queda fuera de este artículo) los límites de la conciencia moral. En tales materias valen mucho más las razones de la responsabilidad libre y consciente que las razones de la coerción.

El libro de Dworkin sobre "el dominio de la vida" contiene muy serios análisis sobre el valor de la vida humana, yo diría que mucho más sobre lo que ésta tiene de humana, de creación personal, que sobre lo que tiene de vida, de soporte biológico natural. Es muy seriamente objetable su amplísimo concepto de lo religioso (tal vez condicionado por el texto literal de la primera enmienda) porque no debe considerarse como tal cualquier concepción o cosmovisión de las realidades últimas o cualquier respuesta a las preguntas sobre el puesto del hombre en el cosmos o el, sentido de la vida. Quizá el artículo 16 de la Constitución española, que garantiza tanto la libertad religiosa como la ideológica, expresión que a mi entender protege la libertad de conciencia de los no creyentes, pudiera permitir el traslado del razonamiento de Dworkin sin necesidad de forzar el concepto de lo religioso. En todo caso, el interés de su construcción no reside tanto en la solidez de cada uno de sus argumentos como en el planteamiento de su reflexión sobre los extremos de la vida.

Dentro de algunos meses, no sé cuántos, es probable que asistamos en España a un nuevo debate acerca de una más amplia despenalización del aborto. En principio, por razones que sólo en parte coinciden con las aquí resumidas y a reserva de la lectura de la proy9ctada reforma legal, creo en su constitucionalidad. Pero mi recomendación del libro de Dworkin no está condicionada por esta personal inclinación, sino por otros dos motivos: uno es la convicción, nada original por cierto, de que la tolerancia es virtud esencial y necesaria en una sociedad democrática, y de modo muy particular a propósito de las convicciones religiosas, morales o ideológicas de cada cual; otro es la sensación de que en este país necesitamos más horas de reflexión individualizada y menos de polémicos debates o incluso tertulias de las que se lanzan argumentos como proyectiles sobre ciudadanos pasivos. Dworkin fomenta la reflexión personal y la tolerancia mutua. Por eso es conveniente leerlo en esta hora de reflexión previa a la polémica.

F. Tomás y Valiente es catedrático de Historia del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid y ex presidente del Tribunal Constitucional.

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