El nombre de las calles
Los nombres de las calles, como los de los barrios, siempre acaban teniendo un significado subjetivo. Yo viví muchos años en la calle de Canillas, que ni siquiera figura en el diccionario de Pedro de Répide, de manera que no sé por qué se llamaba así, pero llegué a atribuirlo al hecho de que los niños de esa calle estuviéramos delgados. Y es que un día fui a comprar 60 céntimos de pipas y la pipera me dijo que a ver si engordaba un poco, porque se me notaban las canillas. Yo entonces no sabía que las canillas eran los huesos largos de la pierna y del brazo, pero me puse muy contento cuando advertí la coincidencia entre el nombre de mi calle y el de mi esqueleto. Pensé que los mayores estaban en todo. Ahora, cada vez que veo un niño con las canillas al aire me acuerdo con nostalgia de aquellos huesos de entonces que se rompían con mirarlos.Un poco más arriba de Canillas estaba López de Hoyos, que era la calle comercial del barrio: había mercerías, tiendas de ultramarinos, ferreterías, droguerías y tranvías. López de Hoyos era como un río en el que acabábamos por desembocar todos los que naufragábamos por sus alrededores. Con el despegue económico se instaló en López de Hoyos una cafetería -La Ostrería- donde vi el primer pollo asado de mi vida; lo que más me sorprendió de aquel pollo es que era idéntico a los que soñaba Carpanta, el personaje de Escobar, que en paz descanse.
Pues bien, siempre pensé que esta calle se llamaba así porque en ella vivía un amigo de mi padre llamado López, que tenía el rostro lleno de agujeros. Murió de eso, de los agujeros que misteriosamente fueron extendiéndose por todo su cuerpo. Me impresionó mucho aquella muerte porque el señor López pasaba mucho tiempo en casa hablando de sus agujeros.
"Hoy me he levantado con un agujero nuevo", decía sirviéndose un poco de coñá, "me ha salido aquí, en el omóplato".
Y se levantaba la camisa para enseñarle a mi padre lo que le quedaba del omóplato. Todavía no sé cómo se llamaba la enfermedad, que padecía el señor López, pero a mí me gustaba, porque me parecía una enfermedad vegetal: en el Retiro había muchos árboles huecos que morían de eso, de una oquedad que los descorporeizaba antes de que les hubiera dado tiempo a pudrirse. Si tengo que morir, y parece que sí, preferiría que fuera de lo mismo que se llevó a la tumba al señor López.
Mucho más tarde me enteré de que López de Hoyos fue un profesor de Cervantes, pero yo, cuando se nombra esa calle, continúo pensando en el amigo de mi padre. O sea, que cada uno llevamos dentro un callejero emocional repleto de significados íntimos que en nada se parecen a los que otorgan o desotorgan los ayuntamientos. Además, como las calles de Madrid se han ido entrelazando en la memoria a la manera de las de un territorio mítico, tú puedes darle los nombres que te apetezcan. Yo le tengo puesta una calle a doña María Moliner en las cercanías del par que de Berlín, y hasta ahora ningún lector ha escrito al periódico quejándose de que tal calle no existe.
De ahí que resulte tan difícil de entender la oposición de nuestro Ayuntamiento a otorgar cuatro calles a otros tantos generales, que se distinguieron por la defensa de la legalidad vigente durante la guerra civil. Los generales Miaja, Escobar, Rojo y Pozas forman parte de una memoria específicamente madrileña y merecen, como María Moliner, tener una calle por la que pasear sus espíritus. Pero el significa do último de esos nombres se lo acabarían dando los niños que las habitaran. Empecinarse en que no se llamen así es como intentar cambiar el nombre del hígado o del páncreas. Una tontería.
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