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Vigencia de Azaña

En uno de los pasajes de sus Memorias, es posible leer este deseo de Manuel Azaña: "Que me dejen donde caiga y si alguien, un día, cree que mis ideas eran dignas de difundirse, que las difundan. Ésos son los únicos restos de un ser humano que deben ser movidos si lo merecen". Es de suponer que aquí reside la razón de que sus restos físicos sigan lejos, en un pueblecito francés, y que su viuda, recientemente fallecida en México, haya respetado los deseos del gran político. Es muy posible que en la mente del mismo Azaña anduviera la idea de escapar a la trágica costumbre hispana del trasiego de cadáveres. Nuestra historia política está cuajada de tan penoso menester: echamos lejos por razones ideológicas a quienes luego recuperamos aduciendo reparaciones tardías. Mejor nos habría ido no cayendo en lo primero,- para no tener que hacer luego lo segundo. Pero así hemos sido. En la frontera se han venido cruzando, según la circunstancia política, liberales y carlistas, jesuitas y masones, monárquicos y republicanos. Triste espectáculo, que dice poco y malo de nuestra capacidad de convivir con el disidente.En los últimos tiempos, y por mor de la controversia política, la figura de Azaña ha sido utilizada por unos y otros. Y digo la figura, no la obra o las ideas, que de esto hemos oído poco o nada. Dios me libre de mediar en el dilema sobre la mayor o menor legitimidad que esos unos y otros podían tener para hacer suya la advocación de Azaña. Acaso todos o ninguno. O unos más que otros. Sencillamente, porque una cosa es su cita y otra bien distinta la asimilación y difusión de sus ideas, que es lo que el mismo Azaña deseaba.

Y si de retomar lo positivo de su obra y sus ideas se trata, flaco servicio haríamos al personaje abundando en las zonas de sombra que su protagonismo durante la II República también tuvo. A la postre, cara y cruz de toda obra humana. De aquí que al margen de estas consideraciones queden los dos aspectos negativos de la obra azañista. Por un lado, su postura ante el secular problema religioso. Aquí la compañía del grupo radicalsocialista, auténticos comecuras de corte jacobino trasnochado, perjudicó la mesura de Azaña. Sobró la inclusión de la problemática nada menos que en el texto constitucional de 1931, que, desde su mismo nacimiento y por esta razón, fue rechazado por algunos sectores del país. Habría bastado la declaración de laicidad, con clara separación entre Iglesia y Estado. De haber sido así, también los republicanos se habrían adelantado a los posteriores tiempos de la Iglesia conciliar. Y, en segundo lugar, zona de sombra constituyó, igualmente, su reforma militar. Con buen punto de partida (reducir personal y aumentar material, modernizando al Ejército), Azaña se ensañó en la autoalabanza de sus medidas. En realidad, y acaso como gran paradoja, Azaña nunca entendió que el Ejército era también el Ejército de España. Y jactarse de "destrozarlo", como dice en su discurso ante las Cortes el 2 de diciembre de 1931, no era, sin duda, el mejor camino. Acaso porque, como en otras ocasiones, le perdió su obsesión por la estética propia de su condición de escritor. Lo señala Ramos Oliveira, nada sospechoso de autor anti-República, y es posible comprobarlo con insistencia en los propios testimonios azañistas. En demasiadas ocasiones, y como he estudiado a fondo en alguno de mis libros sobre la II República, Azaña sacrificó las razones de conveniencia política a los efectos públicos de una frase con impacto. Sus mismos juicios sobre personas o situaciones, recogidos en sus Memorias, son a veces sangrantes, por reales que a él le pudieran parecer. Pero, aclarado que no practicamos el gratuito ditirambo, vayamos a lo que nos importa.

La vigencia de Azaña creo que puede centrar se, desde nuestro actual momento político, en dos puntos fundamentales.

Ante todo, su concepción de España. No digo únicamente su idea del Estado, que la supo tener en todo instante. Digo más. Para Azaña, la palabra España ensamblaba un cúmulo de preocupaciones, tradiciones, valores_y sentimientos que llevaban al legítimo orgullo de sentirse español. Piénsese que hago esta afirmación de quien, durante los años posteriores, se identificó con el monstruo de la anti-España. Y que, de igual forma y por ello, la necesidad de su rescate, en los confusos momentos actuales en que, por no pocos, se está eludiendo el término mediante el erróneo recurso de hablar del Estado, que son dos cosas bien distintas.

Tengo, para mí que es posible inscribir a Azaña en la nómina de pensadores y políticos para quienes España, su destino y su modernización han constituido tema esencial hasta de sus propias vidas. Posiblemente desde Unamuno y Ortega hasta Laín Entralgo o Ridruejo. Cada uno desde su sitio. Pero con esta preocupación básica como tema común. Esto no significa ignorar la realidad de los defectos, que hay que asumirlos y superarlos. Lo que supone es amor y preocupación, que van más allá tanto d7e las efímeras contiendas políticas del instante cuanto del mundo empequeñecido de lo localista, también ahora tan en boga.

Por supuesto, no una España uniforme o uniformizada. Azaña es consciente de ello y su brillante discurso en las Cortes el 27 de mayo de 1932 es el que, en realidad, acaba dando el espaldarazo final a la aprobación del Estatuto catalán. Cuando, en septiembre de ese mismo año, Azaña recibía en Barcelona el agradecimiento de los catalanes, no duda en aclarar que "el hecho que celebramos no es un hecho catalán, sino un hecho español". Como, unos años más tarde y ya desde el exilio, al pensar sobre las causas de la guerra, tampoco duda en denunciar el enorme perjuicio ocasionado a la República por lo que él llama el "eje Barcelona-Bilbao". Se sentía orgulloso de la forma de resolver el problema catalán, pero aclaraba: "Dejando a salvo lo que ningún español hubiera consentido comprometer: la unidad de España y la preeminencia del Estado".

Para Azaña, España es Estado, pero también es patria, que viene a significar algo más profundo y arraigado en las entrañas. Su famoso discurso en el Ayuntamiento de Barcelona el 18 de julio de 1938 termina pidiendo a las futuras generaciones que aplaquen siempre la sangre iracunda y los deseos de intolerancia. Porque había un mensaje, el "de la patria eterna", que decía a todos sus hijos: paz, piedad y perdón. Una idea-lección que debemos mantener y recordar siempre.

Y, en segundo lugar, su preocupación por la democracia. Sabido es que, para los protagonistas de la época, República y democracia eran una misma cosa. Sin duda, faltaba la precisión científica en tal equiparación. El fundamento no estaba más que en la triste experiencia del pasado que habían tenido que superar: la corrupción del sistema canovista, primero, y la dictadura de Primo de Rivera, después. Ausente la ciencia, quedaba la experiencia.

Azaña acaso fue el único político de la II República que llegó a captar y publicar algo que hoy, en nuestra democracia, sigue siendo asignatura pendiente. Que no era suficiente con la estructura jurídico-política del régimen, ni con el funcionamiento más o menos normal de las instituciones, para que la democracia (en su mensaje, la República) durase y perdurase. Estaba aludiendo, claro está, a la moderna idea de la socialización política en democracia. Moderna en el término, naturalmente, que en su sentido está en Platón y Aristóteles.

Era preciso que los valores de la democracia llegaran a todas las partes. A los rincones más perdidos de la España rural de entonces y a las mentalidades más reticentes, que nunca dudaron en pregonar aquello de "que os dé de comer la República". Ningún régimen político puede perdurar con el único y permanente recurso a la fuerza. Ni ninguna Constitución, por avanzada que sea, es capaz de cambiar la mentalidad de los ciudadanos. Siempre es preciso algo más. Yo diría que mucho más: la educación en democracia. La asimilación y la práctica de sus valores. ¿Puede alguien dudar de la vigencia de esta idea y de la necesidad de esta preocupación?

Pues a ella vuelve Azaña una y otra vez. Cuando en las Cortes se refiere a que la República todavía no había llegado a los pueblos. Precisamente a los que él califica luego, cayendo de nuevo en la tentación de la frase impactante, de "burgos podridos". Por cierto, alguien ha dicho que en nuestras últimas elecciones ganó el PSOE por obra de la "España profunda", aludiendo al subdesarrollo rural. Seguimos con la vigencia del mensaje.

Y en su no menos famoso discurso a los jóvenes revolucionarios, recogido en el tomo segundo de sus obras completas, la idea se explicita meridianamente: "La República no es un texto de derecho político (...). Digo, por tanto, que esta formación del espíritu republicano, imbuido desde la juventud, conocido y admitido desde la juventud, esta solidaridad, percepción, afición y apego a engrandecer los valores eternos, permanentes y universales con que el nombre de España se ha incorporado a la civilización universal, es una pieza principal, capital y fundamental". Otra vez el nombre de España en los labios y el corazón de Azaña. Y otra vez su sagacidad al requerir que la democracia es formación en valores que se aprenden y practican desde la juventud. Acaso la ausencia de este menester influyó no poco en el fracaso final de la República. Y acaso en la España de nuestros días debiera ser preocupación casi obsesiva de políticos, educadores, intelectuales y divulgadores de cualquier tipo. No olvidemos tampoco esta segunda lección de Azaña.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político, de la Universidad de Zaragoza.

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