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No ha sido un milagro

No, no ha sido un milagro. Ni siquiera ha sido el capricho de un dios maligno el que ha decretado la victoria de la derecha en las elecciones del 27-28 de marzo. Es la victoria, que hace que la segunda república sea irreductiblemente diferente de la primera, es el producto de una serie de factores que se pueden describir en términos absolutamente racionales.El mismo Silvio Berlusconi, el triunfador de estas elecciones incluso más allá de lo que afirman los resultados de Forza Italia, sabía desde el año pasado que tenía posibilidades concretas. Ya el miércoles 15 de diciembre había afirmado en un discurso pronunciado ante más de medio centenar de industriales en el restaurante Savini de Milán: "Mi objetivo es el palacio Chigi". Un hombre prudente como él no se había lanzado a una batalla desesperada.

El primer secreto de su éxito y el de toda la derecha, es la fuerza inmensa de la que Berlusconi disponía desde el principio. Y no se trataba sólo de su enorme aparato de televisiones y periódicos. Esto, sin duda alguna, ha contado muchísimo: en ningún otro país del mundo un candidato habría podido combatir desde una red televisiva de su propiedad, con un moderador pagado por él, en el duelo clave de la campaña electoral. Jugar en casa ha sido una gran ventaja. Si Enrico Mentana hubiera sido partidista, el miércoles 23 de marzo habría ayudado a Berlusconi; pero, al comportarse de forma intachable, favoreció igualmente a su patrón, porque dio a sus televisiones una patente de imparcialidad completamente inmerecida. Sin embargo, la ventaja inicial de Berlusconi con respecto a sus adversarios se puede medir en muchos otros terrenos.

Para empezar, para muchos italianos el propietario de Fininvest era desde hace tiempo una especie de héroe popular, un mito. El control de toda la televisión comercial, la impronta personal dada por él a los programas, la dirección del equipo de fútbol más fuerte del mundo, el crecimiento de su grupo, aunque sólo sea en términos de dimensiones, todo esto, ha dado a Berlusconi una popularidad amplísima, comparable sólo a la de un Wojtyla o a la de un Di Pietro. En una campaña electoral caracterizada por la introducción del sistema mayoritario, esta omnipresencia no podía sino producir sus frutos.

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Además, Berlusconi podía poner en el plato de la balanza electoral una cantidad de dinero que sus adversarios, sin el recurso de las tangenti y perseguidos por la justicia, no podían ni siquiera imaginar. Para el dueño del Canal 5, realizar de un día para otro una campaña publicitaria como nunca se ha visto ha sido un juego de niños: se trataba de cambiar de bolsillo algunas decenas de miles de millones de liras. Lo que eran gastos para Forza Italia eran entradas para Fininvest.

En resumen, Berlusconi tenía a su disposición como empresario dos excelentes organizaciones de venta (Publitalia y Programina Italia), una nutrida red de suministradores vitalmente interesados en su éxito y un plantel igualmente rico de clientes. Solamente él podía crear de la nada, en pocas semanas, un partido nacional e infundirle desde el inicio una disciplina, un espíritu militante de tipo bolchevique. El aglutinante han sido los sueldos más que las ideas. Y esta organización granítica ha dado a Forza Italia una ventaja inconmensurable sobre la izquierda, en la que cualquier candidatura, cualquier movimiento, cualquier palabra tenía que ser sometida a la aprobación de una infinidad de partidos sin importancia.

Pensando en este gran abanico de recursos, ya a mediados de enero L'Espresso advertía que "Berlusconi puede conseguirlo", y a mediados de febrero llegaba a prever un "plebiscito envenenado". Sin embargo, la victoria de la derecha no nace sólo de esto. El segundo secreto reside en la peculiar manera con la que Berlusconi y sus compañeros de aventura, Umberto Bossi y Gianfranco Fini, han usado su capacidad de ofensiva.

Comprendieron que en el país existían inquietudes de todo tipo, y en vez de dedicarse a hacer un pedante análisis de los problemas, en vez de perderse en tecnicismos y compatibilidades, hicieron de sí mismos una gigantesca fábrica de ilusiones. Prometieron milagros. Secuestraron para uso y consumo propio la de la utopía, cuya exclusiva poseía hace un tiempo la izquierda. Y para crear el hechizo no se ha descuidado ningún aspecto. Se lanzaron consignas elementales pero sugestivas: menos impuestos, menos control burocrático, más puestos de trabajo. Se prepararon sondeos manipulados para crear desde el inicio la sensación de que el ejército que había bajado al campo de batalla era invencible. Largos monólogos recitados con voz persuasiva, bajo capas de maquillaje dignas de Elisabeth Taylor o cualquier otra belleza otoñal, han sustituido a los debates y a las meteduras de pata que en ellos pueden surgir. Ante esta realidad virtual luminosa y seductora, estudiada en sus mínimos detalles con el cuidado del que sólo Berlusconi es capaz, los llamamientos de la izquierda producían el efecto de los programas para las oposiciones: serios, aburridos, inútiles. El "Razona, Italia" tenía un algo de pedante que revelaba la resignación a la derrota.

Es discutible si una política basada en la televenta de sueños es la mejor posible para la Italia del 2000. Pero lo que es seguro es que una parte del país no deseaba otra cosa. Perdida por la catástrofe judicial de la vieja clase dirigente, debilitada por dos años de recesión, disgustada por una proposición mecánica de objetivos mil veces fracasados (valga como ejemplo la contención del déficit público), harta de todas los rostros de la vieja política, esa parte de Italia estaba totalmente dispuesta a dar el voto a una esperanza, aunque estuviera mal formulada.

Y en mucha gente la disponibilidad se convirtió en entusiasmo. Sobre todo entre el amplio sector de los trabajadores independientes, de los pequeños y medianos empresarios. Declarando la guerra al viejo sistema de proteccionismo, la derecha 1a enarbolado en realidad uno nuevo: el Estado, ha dicho claramente Berlusconi, no debe exprimir a las empresas como limones, sino que, por el contrario, debe ayudarlas, ponerse a su servicio. Y muchos esperan beneficiarse directamente de esta audaz, atrevida, reencarnación del. Estado benefactor. En estos casos, el sueño berlusconiano descansa atractivo sobre una realidad culposa. Pero ni la fuerza material de la derecha ni la habilidad de sus líderes para usarla en un plano onírico eran suficientes. El tercer secreto del éxito ha s ido, y sobre ello deberá abrirse sin demora un debate, el imprevisto colapso de los adversarios. No tanto del centro de Mino Martinazzole y de Mario Segni, sometido desde el inicio a un bombardeo destructivo, sobre todo con el boicoteo de las televisiones y con el uso salvaje de sondeos manipulados, sino también del polo denominado progresista.

Efectivamente, por una parte había tres líderes inteligentes, con gran capacidad para llegar a la gente, capaces de vivir con absoluta serenidad la relación entre su pasado y su futuro; éstos pescaban en tres ríos distintos pero relacionados, de proporciones semejantes, y esto daba a sus enfrentamientos, cuando los había, una cierta apariencia de dignidad. Berlusconi era el jefe, pero los otros dos no eran comparsas. Por otra parte, los progresistas han dado con demasiada frecuencia una imagen de sí mismos deprimente. Los hombres clave estaban agotados por decenios de luchas casi siempre perdidas y sin la ventaja de una distancia absoluta del ancien régime. Las relaciones entre jefes y subjefes eran problemáticas, y la escasa consistencia político-electoral de algunos de ellos ha convertido en ocasiones grotescos los enfrentamientos verbales. Frecuentemente han aflorado en la conducta de los progresistas los síntomas de la primera república: el partidismo. La llamada mesa no ha sido más que una mancha de tinta de burocracias grandes, medianas y pequeñas. Las fotos de recuerdo eran pobres. Pero, sobre todo, a Achille Occhetto y a sus aliados les han faltado las ideas. En los programas escritos había de todo: quien tenga la paciencia de volver a leerse el Documento de los progresistas, publicado en L'Unitá del 2 de febrero, encontrará: la "civilización pluriétnica" y el rechazo del "consumismo individual", los "sacrificios repartidos con justicia" y las privatizaciones sólo si son efectivamente útiles a la colectividad", el "relanzamiento de las actividades productivas" y el nuevo examen de acuerdo con el "vínculo de la evaluación ecológica"- de las "elecciones ya efectuadas".

En la propaganda cotidiana, la izquierda no ha logrado indicar al propio electorado metas dignas de ser perseguidas, nuevas fronteras que conquistar. Todo lo contrario. Descartados los hechos milagrosos a la Berlusconi, se ha predicado por activa y por pasiva la necesidad de continuar la acción de saneamiento puesta en marcha por el Gobierno de Ciampi. Una línea, justa en sí misma pero poco atractiva; y al mismo tiempo, inexplicablemente se ha renunciado a indicar de forma clara y creíble al mismo Ciampi como líder de un posible Gobierno de mayoría de izquierdas. En resumidas cuentas, se ha asignado a los progresistas un papel serio pero gris, de continuidad con lo ya existente, y no se han querido resaltar los pocos aspectos potencialmente eficaces de esta opción. Esta contradicción ha imbuido incluso el lenguaje de los progresistas, volviéndolo etéreo. No sorprende que, al final, el PDS y los otros partidos de la izquierda hayan sido percibidos como viejos.

Una derrota, por muy dura que sea, no es una tragedia. A veces, si sirve para cerrar un capítulo, puede ser incluso providencial. Pero para el país, la perspectiva de que pueda nacer una izquierda mejor es un consuelo pobre. Hoy, la victoria de la derecha, esta victoria escrita ya en la crónica de los últimos meses, trae consigo los riesgos de la improvisación, de la demagogia, de la conexión sistemática entre intereses privados e intereses públicos. Vista la situación, vista la amplitud de los poderes que van a concentrarse en tan pocas manos, el único milagro posible es que el hipotético Gobierno de Berlusconi no se transforme rápidamente en un régimen, en una dictadura de la sonrisa falsa.

es director del semanario italiano L'Espresso.

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