El ángel despojado
Los jardines del Hospicio malviven en la orfandad y el desamparo; la noche del viernes ha depositado un nuevo estrato de inmundicias sobre el paisaje ante los ojos impávidos de don Ramón de Mesonero Romanos, que desde su modesto pedestal, casi a pie de tierra, se deja coronar por niños y palomas.Hay niños trepadores en esta plaza, niños indómitos que pasan de columpios y demás artilugios recreativos y prefieren practicar el alpinismo y subirse a la chepa del ilustre cronista.
Los más osados, tras escalar el Mesonero, la emprenden con los delfines de la fuente de la Fama y, aprovechando los adornos generosamente dispuestos por el genio barroco, acceden al ángel que la culmina. Éste fue un ángel trompetero, como corresponde a su función de heraldo de la Fama, mas luego cayósele la bocina de su instrumento y su clarín se vio reducido a cerbatana; desaparecido también el canuto ha quedado el ángel con el puño en alto, no se sabe si amagando un corte de mangas o sugiriendo su nueva filiación de izquierdas.
Alarmado por la desaparición del clarín angélico, este cronista inquirió una explicación del alcalde Tierno Galván, y respondió el munícipe que de nada valía reponer en su lugar el instrumento, dada la propensión de los chavales de la plaza a considerarlo como trofeo y testimonio de sus hazañas alpinistas, de tal forma que nunca duraba más de una semana la trompeta en poder del ángel.
La malhadada suerte del ángel la comparte su creador, el arquitecto Pedro de Ribera, autor también del Hospicio, en cuya trasera se levantan éstos sus jardines. Suyos son, pues a su memoria los consagra la correspondiente placa, pero nadie llama por su nombre a esta plaza, tuvieron más fortuna denominaciones como Barceló, El Hospicio, o Tribunal, por el cercano Tribunal de Cuentas y la estación de metro.El arquitecto Ribera, genio incomprendido del Barroco madrileño, cosechó más vituperios que elogios de sus contemporáneos por la exuberancia de sus fachadas; pero el peor insulto es que a su celebérrima puerta del Hospicio, hoy Museo Municipal, insistan los guías en citarla como obra cumbre del arte churrigueresco, por un discípulo que superó al maestro en el exceso pero no en el arte.
Tres siglos después de la construcción del Hospicio y de la fuente se levantó en el entorno de la plaza otro edificio singular, contrapunto estético del anterior. En 1930, el arquitecto Luis Gutiérrez Soto inició la edificación del cine Barceló, hoy ocupado por la discoteca Pachá, equilibrado y certero ejemplo del estilo racionalista madrileño que ha pasado a los anales de la arquitectura moderna por la originalidad de sus soluciones ante los condicionamientos del espacio.La plaza, sin embargo, es todo un monumento al horror vacuo, un catálogo desquiciado de mobiliario urbano que reúne canastas de baloncesto, columpios , casetas y aparatos recreativos, mesas de juego, jardineras yermas y un engendro de sombrilla quiosco que un alma cándida y municipal diseñó para ofrecer periódicos y revistas de difusión gratuita y que hoy alberga un surtido muestrario de desperdicios.Náufragos de las resacas de Malasaña y de los barrios aledaños arriban de madrugada a los solares de Barceló y culminan sus odiseas etílicas arrojando al suelo botellas sin mensaje, de cerveza o de whisky segoviano, vasos de plástico y envases sin retorno de los que siempre vuelven a la superficie. Los paseantes diurnos, ancianos de boina y garrota, niños trepadores, mamás vigilantes y lectores de prensa, sortean los escollos con aire indiferente en la mañana del sábado, y un terrier indómito que arrastra su correa levanta bandadas de palomas. La colonia de palomas crece sin coto entre los detritus que hacen superflua la caridad de las damas colombófilas con sus miguitas de pan. Las palomas han expulsado a los gorriones y, con el más absoluto desprecio por su función simbólica como portadoras de la paz, se arrean picotazos en el cogote como serbios y bosnios en disputa del territorio.
El ángel sufridor y destrompetado da la espalda a los muros del antiguo Hospicio para no ver cómo, amparados por la tradición y la impunidad, niños y adultos hacen aguas menores a escasos metros de unos históricos y decorativos servicios públicos, tapiados a cal y canto, en cuyas inútiles escaleras se acumulan más despojos.
Ilustre corsario y audaz marino, don Antonio Barceló, terror de los piratas berberiscos, se ha apropiado, como botín, de esta plaza desde la calle colindante que lleva su nombre.
En la acera de los jardines atraca desde hace muchos años una flotilla de furgonetas y pequeños camiones de mudanzas. Conductores y mozos de cuerda, gremio en extinción que se nutre ahora con atléticos y animosos inmigrantes polacos, departen a la espera de clientes o regatean la tarifa de los portes.
En las mañanas laborales, el parque es lugar de paso, y a veces de pausa, para las parroquianas del mercado de Barceló, y punto de encuentro de los estudiantes del cercano instituto.
Ni los desmanes de los vándalos nocturnos, ni la desidia, no menos criminal, de las autoridades municipales presuntamente responsables de su conservación y de su aseo han conseguido alejar de estos históricos y maltrechos jardines a los vecinos de un barrio escaso en zonas verdes, sobrado de automóviles y dejado de la mano de Dios y de su ángel custodio, que clama en silencio por un nuevo clarín para invocar el apocalipsis, o al menos para convocar a los barrenderos.
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