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Maraño merienda

A estas alturas del curso ya estamos más que hartos de ver cómo desaparecen sacapuntas y mensajes de amor, diademas y recuerdos del verano, profesores, tizas y tesis doctorales por el Gran Hueco de la Complutense, sin que a nadie, al parecer, le importe. Es conocida la indiferencia de esta ciudad por la ciencia, pero esta vez han ido demasiado lejos. Ya basta.

Ya basta, además, de esconderlo. Que quien lo sepa diga de una vez de qué se trata -que lo sabemos todos muy bien-, y no se empecine en la monserga de que se trata del Intercambiador de la Moncloa (pronúnciese con hache y la boca llena). O de una Nueva Estación de Metro. O del Gran Aparcamiento Super Mayúsculo Que Ha de Arreglar El Problema Del Tráfico en el Oeste. O sea, más coches.

Reconozcamos nuestras limitaciones y aceptemos que no podemos con él. Resignémonos a su apetito mitológico. Que quien sepa rezar, rece, y que los demás se callen. A lo mejor así se tranquiliza. Le entra el sopor del verano y nos deja en paz con nuestros apuntes de Penal perdidos y nuestra pena, resignados a nuestra ignorancia.

Hace ya semanas, meses, años y pronto décadas que un hoyo que comenzó de huequecito y va camino de volcán comenzó a comerse la universidad Complutense, empezando por el ombligo que está entre Periodismo y Medicina -y es la segunda universidad más grande de occidente, la Complutense, como su propio nombre indica-, y ya se ha tragado las hojas de un par de otoños, los apuntes de filosofía de toda una generación de economistas, casi todos los libros, sin abrir, y cuatro alumnas del curso de literatura Hispanoamericana del viernes por la noche, cuando el cierzo recorre impunemente el campus y salen a vengarse los espíritus de los profesores que perdieron el norte y hasta el oeste en toda la burocracia y artes de corte que requiere hoy la búsqueda de la Verdad. Muchos, muchos, muchos más de los que nadie imagina.

Entre los expertos llamados a escrutar el hueco, y ver si por ahí se fueron las alumnas, hay uno que leyó una vez un libro y que dice que a lo mejor todo es un cuento. Un cuento, una trola del ayuntamiento; no sería la primera. Se basa en que las alumnas iban presuntamente sugestionadas por los alardes de Cortázar en Bestiario. En su honor, y para alardear, el experto bautizó al monstruo con el nombre de Delia Mañara (monstrua en este caso), y como nadie ha leído ese cuento (ni casi ninguno, la verdad sea dicha), los iniciados llamamos ahora al monstruo Maraño e incluso Mariño. Ustedes, si lo desean, pueden inventar variantes.

Menos mal que al monstruo subterráneo comelibros le ha brotado una especie de cola que demuestra su existencia, pues en Madrid somos muy ateos para estas cosas. Es más que probable que ustedes lo hayan visto: ese cohete como de tebeo que surge por entre los caballos victoriosos del arco de la Moncloa y que parece el mal sueño de un arquitecto vengativo en noche de fabada. Pues no: somos ya unos cuantos los que creemos que en realidad es la cola del monstruo que desde hace ya años se está comiendo la universidad por el centro de su avenida vertebral, un largo chorizo de sabiduría e imaginación en forma de Obras en Progreso, Apuntes en los Márgenes, Ideas Nuevas (¡Nuevas!), Teorías de Frontera y las notas de lo que un día, un día remoto pero día a fin de cuentas, iba a convertirse en el Primer Premio Nobel Español en Cientifocología de lo Banal.

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Lástima.

Es cierto que no importa demasiado pues se trata tan solo de la universidad -la segunda universidad más grande de occidente, grande como una capital de provincia, admirable como un hijo con tres pies-, pero aún así no estaría de más dejar de darle charla al monstruo a ver si come de una vez con ritmo, da cuenta de lo que tenga que dar cuenta y dejamos de andar aterrados por el campus, no vaya a ser que un mal día repare en nosotros y nos envíe una citación mediante un ladrillazo en un ojo. Y quién sabe: A lo mejor, durante la siesta -y en España las siestas duran siglos-, se le pudre y se le cae la cola de pincho que de día nos amenaza y hace maldecir y por la noche nos vigila con atónitas linternas de policías gigantes.

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