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Corrupción y capitalismo

¡Qué ambigua es la actitud de las democracias modernas ante la corrupción! Los ciudadanos la criticamos si enriquece a unos pocos individuos, pero los votantes la aprueban si beneficia a un amplio grupo social. Cuando un concejal obtiene una comisión por recalificar un terreno, eso es un delito. Pero si la minoría asturiana consigue, a costa de los usuarios de electricidad, un precio artificialmente alto por el carbón nacional, eso es justicia social.Incluso falta acuerdo sobre por qué aparece y se extiende la corrupción en el capitalismo. No es misterio que todo se haga venal en una economía socialista: bajo el centralismo proletario, las decisiones políticas afectan todos los aspectos de la vida; sólo prospera quien soborna. Pero lo ocurrido en Rusia tras la caída del comunismo ha chocado a muchos, en especial a los votantes rusos. En nombre del libre mercado, se ha extendido el mercado negro. La ley del hampa rige en las ciudades y las mafias se están apoderando de la economía.

Los psicólogos superficiales culpan de todo ello al egoísmo, pues lo consideran el motor del libre mercado. ¿Por qué no han de delinquir los individuos o conspirar si les conviene? En 1714, un médico holandés llamado Bernard Mandeville publicó La fábula de las abejas, o vicios privados, beneficios públicos. Según ese cínico fabulista, las sociedades humanas sólo prosperaban gracias a los vicios individuales de la avaricia, la concupiscencia, la ambición y la ostentación. No hay que dejarse encantar por esas paradojas. Adam Smith, cuando escribió sobre Los sentimientos morales en 1759, ya hizo notar que Mandeville y sus seguidores confundían el egoísmo, que es un vicio en todas las sociedades, con el amor propio y de la propia familia, que es una virtud. En una sociedad libre, la opinión pública y la justicia levantarían barreras para que la virtud del interés propio no degenerara en corrupción. Por ello, mi explicación es la misma para la venalidad individual y la corrupción institucional: la opinión pública no se entera y la justicia no funciona.

Cuando se sabe que un administrador público o un gestor privado se han enriquecido indebidamente, la condena de los hombres y mujeres libres es inmediata. Pero el desánimo cunde si no hay castigo para los aprovechados.

Cuando se entiende que el número creciente de lobbies que consiguen protección y subsidios dificulta el crecimiento del bienestar, aumentan los partidarios de la competencia y del libre comercio. Pero el impulso desmaya si no se acuerdan reglas constitucionales justas para que nadie pueda aprovecharse de una posición política dominante.

Los españoles nos indignamos de que campe por sus respetos un ladrón. Si se ha enriquecido a costa de sus inversores un florido señor con chilaba, o a costa de sus accionistas un engominado presidente, o a costa del patrimonio del Estado un jefe de policía, indigna a los españoles, sobre todo si parece que nada se castiga. Pero no reaccionamos tan nítidamente ante el uso de fondos reservados para repartir gratificaciones (antes de impuestos), ni ante el Plan de Empleo Rural para comprar votos. Y toda garganta española está dispuesta a gritar: "iDanos un cargo!".

En Estados Unidos hilan muy fino. Habrán visto cómo lo están pasando de mal los esposos Clinton por la mera sospecha de que, cuando él era gobernador de Arkansas se aprovechó del préstamo de una caja de ahorros, o dedujo gastos indebidamente de su declaración de la renta, o recibió 69.000 dólares en vez de los 35.000 dólares legales de un individuo para la campaña presidencial. Pero los lobbies están institucionalizados y ni siquiera Reagan consiguió suprimir algún ministerio federal.

En Inglaterra no tragan un pelo. Eligieron a lady Thatcher para que entrase con la escoba en las empresas públicas y no dejara ni una sin vender. Además, dimiten por cualquier cosilla: por mentir, o por utilizar un teléfono público para hablar con los amantes, o por besar a una española fogosa y parlanchina ante un hotel de lujo.

Nada de quebrar empresas, ni aceptar comisiones, ni construir cuarteles. Ésa es la ventaja de una democracia avanzada: allí la corrupción se queda en la cama.

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