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Otra vez los Pirineos

España se queda aislada en la ampliación de la Unión Europea

Lluís Bassets

El Canal de la Mancha y los Pirineos todavía existen. Ni el túnel bajo el mar ni el Mercado Único han derribado las barreras que históricamente han hecho de los británicos y de los españoles algo aparte. Lo prueban las negociaciones de ampliación de la Unión Europea (UE), en las que ambos países sostienen posiciones muy similares, aunque los motivos y las intenciones de cada uno sean radicalmente distintas. Ni Londres ni Madrid desean perder la posibilidad de impedir la toma de decisiones mediante el acuerdo entre dos países grandes y uno pequeño. Todos los otros socios europeos se oponen a estas exigencias y quieren abrir las puertas de Europa de par en par sin más condiciones. Pero la castiza España y la orgullosa Albión hacen causa común, contra el grueso del continente.Londres no desea que avance la política social europea y quiere evitar medidas proteccionistas y nuevas barreras comerciales. Madrid intenta defender la agricultura mediterránea, los estándares medioambientales propios del sur y los márgenes de maniobra de un país que no es una potencia ni grande ni mediana. Ambos necesitan el mantenimiento del actual sistema de minoría de bloqueo en las votaciones que se celebran en Bruselas. Se trata de un complejo sistema de votos y mayorías que prima a los pequeños Estados, aunque hasta ahora ha sido suficiente tanto para Londres como para Madrid para preservar sus intereses más vitales. Pero con la incorporación de cuatro países pequeños -Austria, Finlandia, Suecia y Noruega-, los dos grandes y periféricos, España y el Reino Unido, temen por el futuro.

Pero las preocupaciones más miopes de ambos gobiernos no bastan para explicar su actitud ante una circunstancia histórica como es crecer desde la actual Europa de los 12 a la de los 16. Alguna razón de fondo deben compartir estos dos gobiernos tan dispares. El británico es conservador y alérgico a la idea de una UE con poderes cada vez crecientes. El español es socialista y partidario de reforzar la Unión y su capacidad de maniobra. ¿Cuál es el misterio que ha producido estos extraños compañeros de cama?

Al decir de numerosos funcionarios europeos y diplomáticos de distintos países, esto tiene un nombre: la nueva Alemania. La actual ampliación de la UE va a desbordar los horizontes de los propios británicos, que querían la ampliación para crear una enorme zona de libre comercio sin apenas articulación política. El canciller alemán, Helmut Kohl, en cambio, busca un ingreso rápido de los cuatro para abrir las puertas a los vecinos del Este y desplazar así de una vez la frontera occidental hasta Rusia antes de que pueda instalarse un nuevo poder autocrático en Moscú. Es la consolidación de la Europa alemana, una vez roto prácticamente el eje franco-alemán por agotamiento del polo más débil.

España podía contar en la Europa renana, fuertemente asociada a la pareja París-Bonn, en la que Francia se situaba en el centro de la geometría europea. En el nuevo diseño, los franceses tiene tendencia a españolizarse, es decir, a quedar en la periferia, y todo se desplaza hacia el Este y hacia el Norte. Alemania ocupará el lugar central, mientras que el Reino Unido y España hurgarán en su pasado transatlántico y tomarán distancias respecto al resto del continente. La cuestión bizantina del sistema de voto y de las minorías de bloqueo, que serán discutidos el próximo martes de nuevo en Bruselas, no surgen pues de cuestiones coyunturales, tal como ven las cosas buen número de altos responsables europeos, sino de la perspectiva que ha abierto la nueva situación creada desde 1989 con la caída del muro de Berlín.

"Europa debe profundizar en sus instituciones antes de ampliarse", han dicho y escrito una y otra vez responsables de casi todos los países del núcleo hasta ahora más europeísta. Por profundizar entienden realizar una reforma de las instituciones que facilite precisamente la toma de decisiones y el funcionamiento cotidiano de un club con tantos socios y lenguas. Pero nadie ha dado ni un solo paso en esta dirección, mientras la locomotora de la ampliación, con conductor alemán, avanzaba a todo tren, saltándose todos los semáforos y barreras. Sólo uno de los Doce -España- ha seguido en sus trece, clamando por ampliar y profundizar a la vez. Así, desde que la ampliación se ha convertido en el objetivo central de la Unión, el Gobierno español se encuentra una y otra vez aislado y se ve obligada a esbozar constantemente amenazas.

"Mientras no se ratifique y entre en vigor el Tratado de Maastricht no pueden empezar las negociaciones de ampliación", decía el Gobierno. Pero las negociaciones empezaron informalmente el 1 de enero de 1993 (el 1 de marzo en el caso de Noruega) y el Tratado entró en vigor mucho más tarde, el 1 de noviembre, hace sólo cuatro meses. Anteriormente, Madrid tuvo que amenazar con impedirla si no había un gesto de generosidad y solidaridad de los Doce con los países de la cohesión. También se vio obligado a anunciar que no ratificaría el tratado del Espacio Económico Europeo (EEE), que ya incorporaba al Mercado único a estos cuatro países, junto a los otros de la Asociación Europea de Libre Comercio. Bloquear ha sido el verbo conjugado por España durante meses y meses. Al final, ha llegado al tramo final de la negociación poniendo obstáculos y dificultades por todos lados y convertido en el malo de la película. Y ha bloqueado.

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"¿Pero no les habíamos dado los fondos estructurales y de cohesión?", aseguran indignados los ministros de Economía de los otros socios y también los de los países candidatos, que ya han contribuido a la solidaridad con motivo precisamente del EEE. "¿Qué más quieren ahora?", dicen. Los españoles hemos sido calificados de bandidos por negociadores de los otros países, según reconocía el prestigioso diario británico Financial Times. José Loria, secretario general de Pesca en el Ministerio de Agricultura, lo explicaba de forma un tanto brutal el pasado martes al terminar la negociación pesquera con Noruega, en la noche del bacalao: "Cuando se entra en un club hay que pagar entrada". Recordaba posiblemente el durísimo trato que recibió España en su negociación pesquera, que la dejó fuera de la política común para los siguientes 20 años. Posiblemente parte de las asperezas de estos días se deben también a que quienes negociaron la adhesión española y sufrieron en sus carnes impertinencias de los entonces Diez son los que ahora negocian la adhesión de los cuatro candidatos, ricos, rubios y guapos, y sufren de nuevo idénticas impertinencias.

La anterior ampliación incorporó a dos países católicos, latinos, de renta modesta, que habían salido de dictaduras conservadoras y tenían a Europa como panacea para todos sus males. Eran viejos imperios que volvían a existir en la escena internacional. Iban a ser receptores netos de fondos comunitarios y ofrecían a cambio un extenso mercado. La actual incorpora a tres países protestantes anglosajones y uno católico germánico, con democracias asentadas como mínimo desde la II Guerra Mundial. Dos de ellos -Noruega y Suecia- tienen papeles destacadísimos en los foros internacionales en comparación con su población. Su acercamiento a Bruselas se debe a cambios geoestratégicos y al interés más que a la vocación y a la devoción.

En la adhesión de España y Portugal era la Comunidad Europea la que ponía el precio. En la actual es al revés: son los nuevos quienes se hacen rogar y cortejar, bajo la amenaza de que sus poblaciones no aceptarán unas malas condiciones. Todo esto ha hecho estragos entre los diplomáticos españoles: "estamos quemados", "nos han pisado los callos", "nosotros somos los candidatos", "tratan a Noruega como si fuera el país socio y a nosotros como país tercero". Estas expresiones se han oído estos días -y noches- en los pasillos de las largas veladas de negociación. No se trata de que los cuatro hayan obtenido mejores acuerdos que España, sino algo anterior y todavía peor: la propia ampliación está planteada en términos contrarios a la que protagonizó España. Todo conduce a desmentir el dogma establecido hasta ahora, que el ministro de Exteriores, Javier Solana, todavía repetía hace escasos días: "Lo que es bueno para Europa es bueno para España".

En realidad, España está haciendo desde hace meses una curiosa gimnasia. El primer movimiento es una amenaza de bloquear la ampliación o alguna decisión conexa porque atenta contra nuestros intereses y evidentemente a la ortodoxia europeísta. El segundo movimiento es un rotundo mentís del presidente del Gobierno, Felipe González, o de su ministro de Exteriores a cualquier gesto contrario a la ampliación. El tercer movimiento es lo que acaba de suceder: España actúa corno el malo de la película y efectivamente "lo bloquea todo". "Hemos perdido la batalla de la comunicación", admite entonces Carlos Westendorp.

En cualquier caso, todos los viejos tópicos y fantasmas vuelven a surgir en estos ásperos envites diplomáticos entre naciones. La prensa escandinava publica caricaturas donde hay toreros y vikingos, bailaores y sirenas, la siesta y los renos. Y el propio Westendorp, que habla un inglés perfecto y trata con deferencia exquisita a los periodistas extranjeros, no puede resistir la tentación de la broma xenófoba en una de las largas noches de negociación. "¿Hay vikingos?", pregunta antes de empezar la rueda de prensa. "Pues entonces hablaremos cheli", añade.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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