Estetica de la renovación
Los guerristas marcaron distancias con la gama de rojos de sus trajes
Con la cestita en la cadera y cierta gracia de antiguas violeteras, jóvenes militantes repartían ramitos a los delegados. Los congresistas adornaban con flores las chaquetas de Cardin con botones dorados, los conjuntos grises de Emidio Tucci, los bolsillos de Dior o las presillas del pantalón punteadas con R de Rabanne. La renovación estética estaba asegurada.
A Ramón Rubial no le impresionaba este alarde de modernidad. Como un viejo lobo estepario marcaba el terreno y, cuando el delegado Garcés le llamaba "señor Rubial", replicaba: "¡No! Compañero Rubial, señor Garcés".
Mientras, 24 fotógrafos disparaban sus cámaras. El objetivo: la última foto de familia antes de la diáspora. Nadie movía un dedo. Todos buscaban un sitio en el encuadre. Felipe revelará el negativo mañana domingo.
La decoración de la instantánea era vanguardista. Seis paneles de tonos marrón flanqueaban a la cúpula. Dos muros de color crema soportaban el. peso de la historia. A la derecha, un retrato del padre espiritual: Pablo Iglesias. A la izquieída, un grabado con el antiguo emblema del partido: yunque, libro y tintero con plumas de ave.
El vestuario sintonizaba con el estado de ánimo. Había dos bandos: el de los corbatillas rojos y el resto. Alfonso Guerra, José María Benegas, Fernández Marugán, Salvador Clotas, Abel Caballero... exhibían el rojo en sus corbatas. Matilde Fernández vestía un traje sangre de toro y Josefa Pardo, un rojo muy difuminado y menos comprometido.
El otro equipo no se definía con la misma contundencia. Felipe González, José Bono, Joan Lerma y Manuel Chaves llevaban grises, azules y marrones.
A las 10.50, González y Guerra cruzaban su andaluz de Sevilla durante ocho segundos. Una eternidad. Y Felipe bajaba a escena. Comenzaba la obertura del gran acontecimiento de la temporada. La partitura del secretario general del PSOE no emocionó a los presentes. Los privilegiados con butaca de patio -en las primeras Filas, sus paisanos andaluces- y los invitados a la cazuela sólo lo interrumpieron con tímidos aplausos tres veces. Cuestión de segundos. Felipe levantaba la izquierda y volvía el silencio.
Cuando a las 11.45 el presidente del Gobierno secaba sus sudores físicos -le apuntaban 30 focos hollywoodenses- y políticos -le miraba la élite del partldo-, los compañeros de la ejecutiva relajaron la pose.
Pero Benegas miraba el reloj con ansiedad. ¡Más de media hora! Fernández Marugán hacía encajes con las rosas de las violeteras, que repartieron casi 1.500 entre los asistentes. Ludolfo Paramio enjuagaba su garganta con buchitos de agua. Enrique Múgica columpiaba todo el peso de su personalidad en el respaldo del asiento.
José Acosta se despojaba de la chaqueta para saciar la revolución calórica. Sus calenturas venían desde primera hora de la mañana, cuando intentaba esquivar el control de seguridad en el aparcamiento con un Volkswagen Passat de color plata metalizado.
A Guerra, con la mirada extraviada, le distraían hasta los aromas de la flor de Marugán. Pero un solo guiño en el discurso de González le rescataba del éxtasis. "La vida del partido ......" decía el número uno, y el vicesecretario respondía con un respingo. ¡Estaba en guardia! Una hora y dos minutos de discurso con puntos, comas y dos puntos, y una ovación de 45 segundos. Ni uno más ni uno menos.
Con ecos de palmas y una música de fondo que amansaba a las fieras, los socialistas brindaban el congreso a la prensa.
Los delegados dedicaban tarde, noche y madrugada a lavar trapos sucios y tenderlos lejos del olor a pastel de pescado y pollo en pepitoria. No respetaban el viernes de Cuaresma. Con este menú servido en el bufé, un lugar que recuerda a los grandes templos románicos por el número de columnas: 24 en tres filas de ocho: el 33º congreso queda bien apuntalado. Puntales necesitaban las rosas de las chaquetas. ¡Qué mustias lucían a última hora de la tarde! ¡Y qué tristes paseaban las compañeras violeteras!
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