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Tribuna
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El fin de la bicefalia

El 33º congreso del PSOE se inaugura hoy bajo el signo incierto de la inquietud ante el futuro y el temor al conflicto. Los triunfos electorales de la pasada década, palanca para la ocupación de amplísimas parcelas de la Administración central, autonómica y municipal, habían acostumbrado a los socialistas a cónclaves unánimes que proyectaban hacia el porvenir los éxitos y las glorias del pasado. La pérdida de la mayoría absoluta el 64 dio el primer aviso a la hegemonía del PSOE: el miedo a que futuras convocatorias electorales mermen todavía más el poder estatal a su alcance ha exasperado unas tensiones latentes desde hace años. Pero, aunque los socialistas vivan sus actuales divisiones como si de una plaga bíblica se tratase, las luchas a campo abierto entre mayorías y minorías no sólo han sido frecuentes en la historia del PSOE (recordemos su 28º congreso), sino que deberían constituir la regla y no la excepción en el funcionamiento de los partidos democráticos.Iniciadas extramuros del 33º congreso, las negociaciones para hacer posible una coexistencia pacífica entre las diversas corrientes del PSOE seguirán su curso desde hoy hasta el domingo en los pasillos del Palacio de Congresos. En caso de desacuerdo, la nueva mayoría agrupada en torno a Felipe González obtendría una cómoda victoria a menos que los integradores, el ambiguo socio menor de la actual coalición dominante, hiciesen saltar la sorpresa. La principal incógnita por despejar es saber si Guerra aceptará o no la propuesta de Felipe González para incorporarse a la comisión ejecutiva, no como líder autónomo de una corriente organizada, sino como miembro disciplinado -aunque distinguido- de la nueva mayoría.

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En teoría, no parecen existir más que dos salidas imaginables: o el guerrismo acepta su rendición condicional, disolviéndose simbólicamente como corriente a cambio de entrar como pieza menor en la comisión ejecutiva, o se margina del nuevo núcleo dirigente y pasa formalmente a la oposición. Los esfuerzos de Guerra para conseguir una solemne reunión pública -no un encuentro de trámite a última hora- con Felipe González antes de que el congreso abriese sus puertas obedecían al deseo de encontrar una salida digna a ese dilema: el papel asignado por el guerrismo a esa cita a solas en la cumbre no era la búsqueda de una tercera vía, sino el embozamiento de su derrota tras la simulación teatral de un acuerdo entre iguales.

Durante estos años, la Comisión Ejecutiva socialista ha sido ocúpada mayoritariamente por el aparato de la organización; esto es, por dirigentes subalternos que obtuvieron sus galones dentro de las estructuras partidistas gracias al cultivo de las virtudes burocráticas y a la ciega obediencia a la jerarquía. En el 32º congreso, Felipe González formuló la doctrina defensiva según la cual el Gobierno (del PSOE) y la ejecutiva (también del PSOE) podían o incluso debían marchar por caminos separados. Las disfunciones de esa bicefalia se hicieron evidentes desde que Guerra, obligado a dejar el Gobierno en 1991, se atrincheró en la ejecutiva para preparar su revancha política: siguiendo las tradiciones de la III Internacional, el aparato socialista trató de imponer su disciplina al grupo parlamentario para controlar de esta forma la labor del Gobierno.

Todo hace suponer que el objetivo prioritario del 33º congreso será la inversión de ese desequilibrado planteamiento mediante el procedimiento de componer principalmente la dirección oficial del PSOE con sus dirigentes reales, esto es, con los militantes socialistas a quienes los electores reconocen una condición de liderazgo, no por un oscuro historial adscriptivo dentro de la burocracia partidista, sino por sus logros personales y por su presencia institucional en la vida pública en tanto que presidentes y ministros de los gobiernos central y autonómicos, diputados, senadores, parlamentarios regionales, alcaldes y representantes de la sociedad civil y el mundo intelectual.

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