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Los esclavos felices

No piensen, quienes lean el título, que me he pasado a la crítica o la evocación musical. Pero la audición de la obertura que para la ópera de ese título compuso el fugaz genio de Juan Crisóstomo Arriaga me trae siempre a la cabeza, sin que nada tenga que ver la estética musical en ello, la condición de los jubilados en esta sociedad que tanto presume de bienestar.Poco grata debe de ser esa situación cuando lo primero que se hace con ella es aplicarle una difuminación impúdica de su denominación real: en vez de vejez, ancianidad, o senectud (como decía Jorge Manrique), se habla de "tercera edad"; expresión cursi que, en su afán de disimulo de la ominosa realidad, resulta especialmente feroz y denigrante; y prueba de la connotación negativa que se supone que tiene la cosa en sí, cuando se busca semejantes alias. Pero que tiene la ventaja adicional de que se le puede fijar una fecha de nacimiento por decreto: sepan ustedes que la tercera edad comienza, velis nolis, a los 65 años, aunque pueda tener forzosos anticipos desde los sesenta, y aún desde antes, con todos los complicados mecanismos de la llamada jubilación anticipada. Mientras que la vejez es inexorable, salvo defunción, pero con origen incierto y cambiante en cada caso.

Y poco grata debe de ser cuando se rodea de dádivas significativas por lo simbólicas e incongruentes: la tarjeta dorada de Renfe, descuentos en transportes públicos, museos, espectáculos, incentivos para utilizar las temporadas bajas turísticas. Pero no trato de estimular el desagradecimiento de los mayores, pues es costumbre ejemplar del pobre bien nacido besar la mano que da el pan; cuanto más si lo que dan no es ya el pan, sino para vicios y desenfrenos. Y es que quizá la gente que concede esta bonanza tiene mala conciencia y la reparte a troche y moche.

Y es digno de ver cómo la condición disminuida que aporta a los humanos el paso del tiempo se remacha y agrava con disposiciones sabias que los reducen a situación jurídica de inferioridad. Y no me refiero a la natural consecuencia jurídica que debe sancionar la usura del tiempo en evitación de riesgos y reconocimiento de limitaciones, como las que impiden conducir automóviles en situaciones de deterioro, o ser teniente de la Legión a los 70 años.

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Se trata de la prohibición de trabajar a partir de cierta edad, en clamorosa contradicción con la proclamación constitucional del artículo 35: "Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio ( ... ) y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia". Está claro que el trabajo de que habla la Constitución es trabajo remunerado.

Para los funcionarios públicos, la prohibición es tajante: a partir de la edad de jubilación, se acabó; no pueden ejercer su función.

El sujeto trabajador no funcionario tiene una situación ligeramente distinta. En teoría, no se le puede forzar a la jubilación al llegar a una edad; pero esta teoría queda inédita cuando convenios colectivos, acuerdo de sindicatos con empresas en crisis y otras situaciones semejantes lo colocan, incluso a edad muy temprana, antes de los 60 años, en situación de jubilado forzado.

¿Puede el pensionista realizar otros trabajos? Sí puede, claro.

Pero si los ha de cobrar empiezan las limitaciones. La situación no es la misma para todos. Los funcionarios jubilados tienen un tratamiento distinto de los jubilados no funcionarios. En la mayoría de los casos, la percepción de la pensión, a la que accede en virtud de un ahorro forzoso, está condicionada a la prohibición de ejercer trabajos dependientes, o no dependientes, remunerados. La prohibición llega tan lejos como a impedir el trabajo llamado "autónoino", siempre que sea obligatorio darse de alta, para ello, en algún régimen de la Seguridad Social.

La prohibición directa o implícita de trabajar que tienen los jubilados es amplia, desigual y discriminatoria, no sólo respecto a los, no jubilados, sino entre ellos, pues, por ejemplo, se permite el ejercicio de ciertas profesiones... a quienes tengan el título correspondiente, o la administración de empresas en ciertos casos, etcétera.

En suma, un jubilado, en materia de trabajo retributivo, puede hacer pocas cosas o ninguna, en la inmensa mayoría de los casos. Las prohibiciones son mayores y más tajantes para compaginar jubilación y trabajo que dos o más trabajos. El activo en un puesto de trabajo puede hacer trabajos adicionales que el jubilado no puede. Si es que quiere cobrar su pensión.

Algunos pensarán, incluso, que es justo que así sea; un sujeto trabaja, y cobra, luego no es razonable que el Estado le dé la pensión; con su trabajo ya gana; allá él; que no trabaje. Pero se olvida que la pensión de jubilación no es, en general, una gracia, sino un derecho. Y es un derecho que nace de una aportación del sujeto en activo, mes a mes y año a año. La pensión procede de algo que es equivalente a eso que los juristas llaman un negocio oneroso, no gratuito. La pensión es un fruto de un ahorro, por forzoso que, sea. El sistema público vigente lo transforma en una dádiva caprichosamente condicionada. El jubilado es un ciudadano de segunda. Tiene todo el tiempo libre. Pero que no se le ocurra aprovecharlo para ganar remuneración. Le ponen condiciones tortuosas para percibir el fruto de su ahorro de decenios. Es clase pasiva; claro que es pasiva. Y paciente, sobre todo paciente. Es cierto que son algunos los que bordean las prohibiciones, o las traspasan. Personas aptas para la economía sumergida. Así que ya se sabe: si algún jubilado quiere trabajar, puede hacerlo; pero ha de hacerlo gratis, o quedarse sin la pensión, ganada con su ahorro, o vivir al margen de la ley; salvo casos excepcionales. Yo no sé si esto es nacionalsindicalismo, o solidaridad socialista o social o estatismo benefactor. Lo que sí sé es que resulta cuanto menos chocante que tales prohibiciones rodeen el disfrute de un ahorro.

Y esta realidad ni siquiera produce una cierta extrañeza social. Porque, hay que reconocerlo, la sociedad contribuye eficazmente a la marginación del viejo, duplicando su minusvalía jurídica con rechazo social, ¿qué se habrá creído ese sujeto, con su edad, pretendiendo ocupar un lugar en el mundo orgulloso de los activos?

Da lo mismo que sea un genio; el viejo que ocupa un lugar tiene, si puede, que hacérselo perdonar. En realidad, la sociedad y las normas jurídicas tienden a confinarlo en un gueto, el "gueto de la tercera edad". Residencias para la tercera edad, centros para la tercera edad, marginación del mundo de la actividad, de las decisiones, de la influencia. Gueto, a veces, incluso dorado, como la tarjeta de Renfe. Con frecuencia sórdido.

La legislación y los hábitos sociales los empujan, los arrinconan. Se salvan algunos: los que tienen excepcionales dotes personales, capacidad para afrontar el mundo de una manera profesionalmente autónoma, o, simplemente, riqueza. El rico que no comete la debilidad de repartir en vida será amado u odiado por sus allegados y convecinos; pero será, aún, alguien.

Los que no reúnen esas condiciones son minusválidos jurídicos, personas que necesitan más asistencia de la que naturalmente requerirían si el Estado les dejara más margen de maniobra. Sobre todo, no se sentirían tan incapaces, en muchos casos, si la incapacidad no viniera, además, impuesta por la ley. Por ello, si al Estado hay que temerle siempre, más por parte del viejo. El viejo vive rodeado de temores. Es personal de asustadiza condición. Y

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Los esclavos felices

Viene de la página anteriorlas leyes se encargan de recordársela; y aun de imponérsela.

Y es también cosa rara que esta sociedad se esfuerce, por un lado, en alargar la vida de la gente en las me ores condiciones físicas y mentales, y en hundirla, si, multáneamente, en condición ciudadana de inferior¡dad; es como prepararla para una carrera en la que se le prohibirá participar. Parece una estupidez social; y lo es; más aún, es una tortura social. Porque, sobre todo, la inmensa legión de jubilados es una multitud menesterosa a la que el Estado benefactor salva de la miseria con la pensión, sudada en general, y luego otorgada en condiciones casi vejatorias. Son más dependientes que nunca. Por ser, lo son más incluso que los niños; pues a éstos les protege un sistema social, que a veces falla, pero no en general. Los mayores son ciudadanos disminuidos, en su gran mayoría; ésa es la realidad. Y a nadie parece extrañarle. Miran al Estado, hasta en su cara de brujo financiero, con ansiedad. ¿No van a estar ansiosos y preocupados? Con las insensateces que hace el Estado. Y eso que la mayoría no lo sabe con detalle.

Su fuerza no está en la unión, porque no están unidos; tampoco en el número, que hace que los demás calculen con recelo lo que va a costar esa legión de vejestorios. Su fuerza está en el derecho al voto. Menos mal. Pero la mayoría no consigue alejar el temor en el disfrute, si así puede decirse, del producto ahorrado de su trabajo. Viven con el miedo a las prohibiciones o con el recelo de perder poder adquisitivo. Ya sé que esa situación deprimente es contemplada por muchos con agradecida espera. Ya sé que lo que hay es mejor que los viejos tiempos de mayor miseria. Ya sé que muchos se sienten tranquilos cuando tienen pensión. Por eso son como los esclavos felices. Y por ello besan, con frecuencia, la mano que les da el pan que, sin embargo, se han ganado.

Jaime García Añoveros es catedrático de Hacienda de la Universidad de Sevilla.

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