Cuota de mujer
LA DISCRIMINACIÓN por razón del sexo, entre otras circunstancias personales, no está tolerada por la ley, pero la igualdad de mujeres y hombres no existe en la vida cotidiana española, a pesar de las avanzadillas jurídicas introducidas desde que se consagró este principio en la Constitución de 1978. Circunstancia que hace pensar que el Estado, a veces, es más ilustrado que sus propios ciudadanos.A pesar de que en España no pesa de manera institucional ningún serio tabú religioso o legal es perfectamente visible que la relevancia social de la mujer no se corresponde con los porcentajes demográficos. Ya sean los hábitos culturales en la distribución de tareas o perversos mecanismos de hecho, lo cierto es que la mujer debe superar, por el mero hecho de serlo, más obstáculos que un hombre para ser reconocida, y retribuida, de acuerdo con su trabajo. Ayer mismo, el Tribunal Constitucional hubo de pronunciarse en relación al recurso presentado por 140 trabajadoras de una empresa de Barcelona que habían sido objeto de discriminación salarial. Educar en la igualdad hasta conseguir que el actual panorama no sea tolerable para nadie, cualquiera que sea su sexo, es el camino más sólido para superar esa situación; pero es también un camino demasiado largo. Sin renunciar a una transformación de las conciencias, se vienen propugnando distintas medidas de urgencia. Esta misma semana, las ministras europeas reclamaron a los Gobiernos, partidos políticos y organizaciones internacionales que asuman el objetivo de una participación equilibrada en su seno de hombres y mujeres.
En la medida en que no puede confiarse a la simple inercia el logro de este objetivo, las ministras apostaron por la llamada política de cuotas, que supone una reserva expresa de plazas a la mujer en las mencionadas instituciones. Una reserva que la ministra española de Asuntos Sociales, Cristina Alberdi, situó a corto plazo en un 40%.
Conceptualmente es chocante que una reivindicación de la igualdad deba pasar por la introducción de una discriminación positiva. Sin embargo, en la medida en que la realidad no satisface ese principio, es lógico que se contemplen mecanismos paliativos, buscando a la vez un efecto social ejemplificante. Se trata de una solución que debe ser de naturaleza transitoria hasta conseguir el objetivo de la igualdad de hecho. Tan verdad es que un político -al margen de su sexo- representa en una democracia a quien le vota -también independientemente de su sexo- como que los partidos y los Gobiernos deben ser conscientes de que es necesario un empuje institucionál modélico en esta materia.
Más abierto es el debate sobre la cuantía de la cuota. Una equiparación milimétrica con la distribución de la población por sexos exigiría incluso superar este 40%, pero tan o más importante que el porcentaje es la administración que se haga de estas cuotas. De manera meritoria, algunos partidos se han obligado a reservar un determinado número de puestos en sus listas electorales a mujeres, al margen del peso de la militancia femenina en sus filas.
Pero este gesto adquiere aspectos meramente cosméticos cuando ni los puestos son de relieve ni las administraciones públicas que esos mismos partidos controlan confian parcelas no tangenciales de poder a esas mismas mujeres. Las ministras europeas han manifestado con contundencia que no se podrá franquear ninguna nueva etapa de la construcción europea sin la participación de la mujer. Mientras esta afirmación. no provenga únicamente de un imperativo de la propia sociedad, hay que articular mecanismos compensatorios. Se trata de un compromiso político serio, tanto a la hora de repartir responsabilidades públicas de manera equitativa como de reclamar sin contemplaciones la satisfacción. de estas responsabilidades para no caer en paternalismos irritantes.
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