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Amos y siervos

La condena a seis años de inhabilitación impuesta al comisario Manuel Ballesteros por la Audiencia Provincial de San Sebastián ha sido recibida por el Gobierno con un displicente encogimiento de hombros. Mientras los recursos judiciales no agoten el largo viaje procesal inciado hace catorce años y la sentencia no sea firme, el policía condenado seguirá desempeñando un cargo de confianza en el Ministerio del Interior. Abstracción hecha de su buena o mala justificación administrativa, la decisión resulta insostenible desde un punto de vista político: el Supremo podría modificar en casación la calificación jurídica de la sentencia dictada por el tribunal donostiarra, pero nunca sus hechos probados, que componen el argumento de una historia vergonzosa y comprometedora para el Estado.Los acontecimientos se remontan a la media tarde del 23 de noviembre de 1980: un automóvil con matrícula francesa falsa rompía la barrera aduanera de Hendaya, atravesaba el puente internacional de Santiago e irrumpía en Irún pocos minutos después de que un comando terrorista del llamado Batallón Vasco-Español atentase contra el Bar Hendayais (frecuentado por exiliados relacionados con ETA) y dejase el sangriento rastro de dos muertos y nueve heridos. La estampa parece sacada de una película de espías rodada en el Check-point Charlie durante la guerra fría; detenidos por la policía española, los tres ocupantes del vehículo, con aspecto de extranjeros y sin documentación, esgrimieron un mágico número de teléfono de Madrid. Desde el otro extremo de la línea, la voz reconocible de una alta autoridad del Ministerio del Interior ordenó su inmediata puesta en libertad "dándoles todas las facilidades". Las protestas de la policía francesa retrasaron algunas horas la ejecución de la orden; trasladados a Irún, los tres individuos abandonaron de inmediato las dependencias de la comisaría, montaron en su vehículo y partieron hacia un paradero desconocido. La sentencia establece como un hecho probado que fue Manuel Ballesteros, titular entonces de la Comisaría General de Información, quien ordenó poner en libertad a los detenidos. Y aunque la evidencia de que esos tres individuos eran los autores fugados del atentado del Bar Hendayais no haya sido judicialmente probada, sobran los indicios racionales para fundamentar de manera incontestable esa hipótesis.

La estrategia defensiva de la Administración para dar amparo a los miembros de los cuerpos de seguridad acusados de torturar o de reclutar mercenarios para la guerra sucia contra ETA ha excavado cuatro trincheras. El primer mecanismo de seguridad, ideado para proporcionar cobertura a los agentes atrapados con las manos en la masa, emula la caradura del marido del chiste sorprendido en la cama por su esposa con una amante: también niega cínicamente la evidencia. El segundo muro, destinado a proteger a los funcionarios ya procesados, es la garantía procesal de la presunción. de inocencia: nadie es culpable hasta que el Poder Judicial lo establezca. El tercer obstáculo, construido para respaldar a los agentes condenados por las audiencias, consiste en aplazar cualquier opinión hasta que el Supremo se pronuncie. La última barrera protectora será el indulto para los policías o guardias civiles condenados por torturas o por operaciones de guerra sucia.

Esa cuádruple tutela dada por el Gobierno a los agentes del orden incursos en delitos se justifica por su condición de servidores del Estado, al que prestan teóricamente ciega, leal y abnegada obediencia. Pero la dialéctica del amo y del criado invierte a veces esos papeles, como enseñaba aquella película de Losey -The Servant- en que el aristocrático James Fox terminaba dominado por el plebeyo Dirk Bogarde: ¿cabe descartar que los sedicentes servidores públicos responsables de torturas o crímenes terroristas lleguen a convertirse, gracias a los secretos compartidos y a los silencios guardados, en los auténticos amos del Estado?

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