Fe en el progreso y miedo al futuro
Nunca como en los tiempos que corren el progreso ha sido tan acelerado, y nunca, sin embargo, ha sido mayor el miedo al futuro. Es una extraña paradoja, puesto que tantos adelantos presentes prometen más desarrollo futuro y, por tanto, más confianza en el porvenir. Pero nada de eso. Algo le ocurre a este progreso para que pague sus triunfos con el desmoronamiento de hondas convicciones, el agostamiento de antiguos principios y el desvanecimiento de sólidas promesas.Un día se levanta uno con el fiasco de Banesto, hasta la víspera número de honor en la clasificación financiera; otro día hay que escuchar de un prestigioso economista que con el sistema actual no hay manera de garantizar el pago de las pensiones a partir del 2006. Al día siguiente, los sobrevivientes de la generación del sesentaiocho descubren atónitos que uno de sus más bellos sueños es una horrorosa pesadilla: me refiero a la Yugoslavia de la autogestión, símbolo de justicia democrática y de cohesión revolucionaria entre etnias diferentes, credos divergentes y hasta de alfabetos incomunicados. ¡Qué no habremos dicho de la autogestión yugoslava! Y con el martilleo de los días hemos acabado por memorizar un dicho que coge a contrapié las convicciones socialdemócratas más hondas: que lo del pleno empleo debe aplazarse ad calendas graecas. Y para terminar de arreglarlo, resulta que el día que México se embalaba hacia la modernidad por la puerta triunfal del Tratado de Libre Comercio (TLC) descubre un roto tan feo y arcaico como el de unos insurgentes que piden pan y libertad.
¿Habrá alguna relación entre miedo al futuro y fe en el progreso? A primera vista, no parece. Al contrario: los que tienen miedo al futuro es porque no participan del progreso, y los que, participando, tienen miedo es porque su futuro, no acaba de estar bien controlado por la dinámica progresista. La receta sería, pues, más progreso para todos.
Pero alguna relación habrá cuando ese miedo encuentra su mejor caldo de cultivo precisamente en las sociedades más avanzadas. Veamos. El progreso es el santo y seña de la modernidad, pues inicialmente se entendía como organización de la vida desde la razón. Una organización racional de la vida abría horizontes infinitos: concebir la ética desde la razón y no desde Dios era prenda de tolerancia; la razón aplicada a las ciencias de la naturaleza permitía dominar el mundo, descubrir sus secretos y corregir sus defectos; una política tan universal como la razón era promesa de democracia, y así sucesivamente. Los resultados han sido sorprendentes: desde la medicina hasta la astrofísica, desde la biotecnología hasta la microelectrónica, bien se puede decir que el hombre ha mejorado la creación que recibió en herencia.
Y, sin embargo, algo ha ocurrido en el trayecto, algo imprevisto seguramente, que explica el que hace unos años la revista americana Time declarara al robot hombre del año. Como si el hombre hubiera perdido el control del proceso. Mucho se ha escrito en los últimos años sobre la esquizofrenia del proceso productivo, incapaz ya de producir la cosa más nimia sin atentar al agua, al aire y al suelo del planeta. Con ser grave eso, lo más preocupante se refiere al propio hombre: al tomar el robot la delantera, el hombre se ha convertido en consumidor y cliente de instituciones sin rostro que le dictan sus necesidades. El viejo hombre ilustrado, en vez de agente de la historia parece un paciente enganchado a máquinas anónimas, en permanente situación de diálisis, vigilando angustiosamente el funcionamiento de la maquinaria. Ya no sabe si podrá vivir sin tantas necesidades creadas.
¿Habrá algún progreso capaz de generar confianza en el futuro? Es una vieja pregunta, la misma que se interrogaba en los albores de la modernidad sobre la relación entre progreso material y progreso moral, entre producir pan y tener libertad. Cuando el presente es fruto de un progreso moral, generado con la participación de todos, el futuro es un bien universalmente deseado. Cuando el presente es de unos pocos, los excluidos entenderán que sólo tienen futuro interrumpiendo el proceso que ha llevado hasta ese presente excluyente; cuando el presente y el futuro no son de uno, sino de fuerzas anónimas, el miedo es a que esa pesadilla no tenga fin. Es entonces cuando el progreso genera, en los excluidos, miedo al futuro, y en los instalados, desconfianza de que lo suyo dure.
La historia no cesa de dar lecciones. La última viene de lejos, de San Cristóbal de las Casas, en el Estado mexicano de Chiapas. Viene de lejos, pero a los españoles nos toca de cerca. Hace casi 500 años se jugó en Chiapas la primera gran partida de la modernidad. Los protagonistas fueron un moderno tan cualificado como Ginés de Sepúlveda y el obispo del lugar, Bartolomé de las Casas. El primero, en nombre de la modernidad, defendía que a los indios se les podía y debía dar pan (llevarles el progreso), aunque fuera provisionalmente sin libertad (conquistándoles); para el segundo no se podía hablar de pan sin respeto a la libertad. O, dicho de otra manera, el primero, justificaba la conquista aduciendo que las leyes de progreso harían de aquellos bárbaros seres más ricos y felices; para Las Casas no había promesa de bienestar material que pudiera imponerse al precio de la libertad y de la justicia. Cinco siglos después se ha visto que sin libertad tampoco hay pan, que sin progreso moral hasta el progreso material está amenazado. No es difícil predecir que de triunfar esa rebelión se multiplicarán los sufrimientos de los indios. Pero si ha tenido lugar es porque había un problema pendiente, que tiene que ver cómo nosotros les metimos en el progreso y cómo otros se lo han aplicada: olvidando el costado moral por mor del material.
Si el tiempo es oro será quizá porque el ritmo de la historia lo marcan las sociedades más ricas. El riesgo de un ritmo rápido es que muchos se queden en la cuneta. Pero está visto que desentenderse de los caídos o rezagados no es bueno ni para los primeros del pelotón. Cuando lleguen a la meta se pueden encontrar, como en el caso mexicano, que allí les esperan algunos que llegaron 500 años antes.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.