El racionalista y el creyente
El racionalista laico es alguien a quien me siento cercano. Cuando polemizo con él, discuto con una parte de mí mismo, con un fragmento de mi propia biografía. Comprendo al racionalista cuando dice al obispo católico: non serviam. Comprendo su aspiración de libertad en nombre de un ateísmo heroico que hace del hombre el amo de la creación, el timón, el navegante y el navío. Comprendo su desacuerdo cuando alguien quiere limitar su libertad -tan penosamente conquistada- con la afirmación de que habla en nombre de Dios. Comprendo, pero, no obstante, sigo polemizando con él, aunque el racionalista que profesa un ateísmo heroico sea para mí un elemento ineludible de la cultura europea y polaca: Camus, Orwell, Sajarov, Havel, Gombrowicz. Mi maestro intelectual Jan Jozef Lipski, mi amigo Jacek Kuron; ¿qué sería de nuestra vida sin estas personas? A la inversa, el racionalista representa ciertamente para el cristiano una especie de desafío. Pero eso no quiere decir una amenaza. Puede ser igualmente una rivalidad en la búsqueda del bien, puede ser un medio de "purificación" del propio credo religioso y filosófico. Todo depende de si entabla la discusión en un clima de respeto mutuo o si se estanca en una atmósfera de guerra de religión.Es algo que me asusta, pero creo que un racionalista se niega conscientemente a comprender el fenómeno de la religión y de la Iglesia cuando lo reduce a oscurantismo medieval y a opio del pueblo. La creencia en un mundo sin Dios, en un universo guiado por una razón ilustrada y perfectamente racionalizado, un universo programado como en un laboratorio y purgado de religión, esta creencia es un absurdo utópico y peligroso. Utópico, porque no confirma ninguna experiencia histórica; el laicismo y la secularización llevan a una modificación del papel de la religión, pero no conducen a la supresión de la necesidad de la religión. Pero es además un absurdo peligroso. Al fomentar la convicción de que la religión y la Iglesia no son más que hábiles mistificaciones inventadas en aras de las necesidades de los funcionarios de Dios, se vuelve tentador adherirse a las opiniones de quienes quieren liberar a la población de esas mistificaciones. ¡Me dirijo a ti, racionalista! ¿No sientes ningún miedo ante un mundo en el que todo sea moralmente neutro? ¿No es la destrucción de todas las fronteras que separan la moral tradicional de la razón soberana el anuncio de una catástrofe?
Para el racionalista, el eje principal de la visión católica del mundo pasa "entre la persona humana desamparada, encerrada en su sentimiento de culpabilidad, y la autoridad que la controla". Yo pienso de otro modo: el eje de la visión católica del mundo es la persona, investida por Dios de tal dignidad que no se le permite arrodillarse más que ante Dios mismo. Pero el confesionario es un lugar de remordimiento de conciencia que todo el mundo necesita. Unos se arrepienten en un confesionario, los otros en otra parte, pero todos deben respetar la opción del prójimo. El racionalista ve en la hIstoria del pastor y de su rebaño la renuncia consciente del católico ante la libertad. Yo pienso de otro modo: el católico sabe que el hombre es libre de seguir a Dios y de respetar los mandamientos de Dios, en la medida en que es libre de tomar sus propias decisiones. Por eso el católico debería optar siempre por la libertad frente a la alienación. No obstante, la cuestión queda abierta: ¿cómo ejercer esta libertad? ¿Es absurda esta pregunta? ¿No exige una reflexión la afirmación del papa Juan Pablo II en el sentido de que "la libertad no es el relativismo moral"? ¿Necesitamos una institución que, a la vez que rehúse someterse a las modas y coyunturas sucesivas, recuerde con obstinación conservadora lo que es malo y lo que es bueno en un mundo de lucha política por la libertad?
Pero es falso decir que lo único que amenaza la democracia polaca es el integrismo católico. El nihilismo sin-religión la amenaza igualmente. Me da miedo un mundo en el que gobiernen la moralidad sin límites y la cultura sin lo sagrado. Porque será un mundo sin moralidad y sin cultura. Es un miedo ante la lógica de la guerra fría religiosa que quieren imponer los extremistas de ambos lados de la barricada.
A fin de cuentas, como racionalista, se puede "no sucumbir a los encantos de lo sagrado", pero ceder al atractivo de la lealtad hacia los otros. Se puede no ser un asiduo de los santuarios y al mismo tiempo comprender a la Iglesia. Se puede querer vivir sin pastor y defender el derecho a vivir como un pastor.
En otras palabras, se puede hacer el esfuerzo de ver, detrás de las palabras y las instituciones, a personas dignas de respeto, convencidas de que Cristo les ha concedido la gracia de la fe y las ha invitado a una vida responsable y misericordiosa, una vida de dignidad y de esperanza.
Soy consciente de que estoy dibujando un panorama que simplifica mucho el problema. El asunto Salman Rushdie, el escritor británico nacido en la India y nacionalizado británico, condenado a muerte por la justicia religiosa en Irán, presenta, en cambio, toda la complejidad del problema. Es un desafío lanzado por un fundamentalismo religioso agresivo al conjunto del mundo civilizado. Al obispo polaco no se le ocurrió más que decir una cosa a propósito de este asunto: que valía más que el libro de Salman Rushdie no se publicara en Polonia. Ni una palabra para condenar el fanatismo religioso que ordena el asesinato. Es dificil pensar en ello sin sentirse inquieto: ¿no es abrir la puerta a la confiscación y la censura de otros libros cuyo contenido parezca inadecuado a los obispos? La fe, el amor y la esperanza ¿pueden con la ayuda de una lengua sin alma incitar la censura contra los libros de un escritor perseguido por todo el mundo por asesinos profesionales? ¿No se trata de una respuesta degenerada al desafío del nihilismo sin religión?
Parece absurdo, pero creo que el conflicto entre el integrista religioso y el nihilista sin religión puede transformarse en una especie de acuerdo ecuménico. La razón vendría a ser el garante del rechazo a las exigencias de las doctrinas políticas que, en nombre de la solidaridad étnica, social o religiosa, incitan a una obediencia absoluta. Será un recurso permanente contra los charlatanes políticos, pero no contra el Evangelio. En este mundo que se acerca peligrosamente al borde de la locura colectiva, hay que proponer más bien al obispo católico y al racionalista una doble compatibilidad especial: exígete a ti mismo todo lo que puedas; perdona a los demás todo lo que puedas. La religión y el pensamiento racionalista laico tendrán que cohabitar. Esta vida común puede dar origen a una riqueza espiritual o puede engendrar conflictos. Un mundo perfectamente pío y un mundo plenamente laico, racionalizado, no son más que las dos caras de una misma utopía. Cada intento de hacer realidad esas utopías ha conducido a la multiplicación de los conflictos y de los pecados. Porque el pecado está tan inscrito en la experiencia humana como la defensa de lo sagrado; asimismo, lo absurdo está tan inscrito en ella como la defensa de la razón. La Iglesia se encuentra hoy en una encrucijada importante. Tendrá que elegir entre el espíritu integrista del Syllabus y la apertura conciliadora de la encíclica Gaudium et spes.
El problema es que, con la Iglesia, es el mundo entero el que se encuentra en esta encrucijada. Una vez más, en Bosnia, en Irán, en el Cáucaso, es la propia esencia del sistema de valores basado en la filosofia (de los derechos humanos) lo que se cuestiona. Éste es el contexto en el que se inscribe la reflexión sobre el futuro de la Iglesia. La experiencia totalitaria ha puesto de manifiesto el auténtico valor indiscutible de la Iglesia. La postura dura y conservadora de la Iglesia ha mostrado entonces su otro rostro -un rostro bueno-. En esa época, la razón tendía más bien a reconciliarse con una realidad que parecía irreversible. No obstante, el recuerdo del suplicio de la cruz seguía exhortando a rechazar la servidumbre. De este recuerdo surgieron el valor y la inteligencia del corazón.
es redactor jefe del diario polaco Gazeta Wyborcza.
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