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Escocia, la Confederación y las autonomías

Cuando el general Robert E. Lee, jefe de las fuerzas confederadas, firma en 1865 la rendición de la Confederación sureña en el pequeño pueblo virginiano de Appomatox hace algo más que poner fin a una de las más sangrientas contiendas del mundo moderno. Termina igualmente con una de las dos concepciones del Estado, que se debatían en las antiguas 13 colonias inglesas desde que sus habitantes se sublevaran casi un siglo antes contra el poder real británico al grito de No taxation without representation: sin representación parlamentaria, no se pagan impuestos.La rendición de Appomatox supone el fin de los Estados Unidos, en plural, para convertirse en Estados Unidos, en singular. Es el fin del sueño de Jefferson, que, como Lee, se sentía más virginiano confederal que americano unionista, de una confederación donde el poder estaba en manos de los estados, libremente asociados en torno a Washington casi exclusivamente a efectos de defensa y política exterior.

En 1603, y como consecuencia de la muerte sin descendencia de la última representante de la dinastía Tudor, Isabel I, sube al trono de Inglaterra el rey de Escocia, que se convierte automáticamente en Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia. Las dos coronas de la mayor de las islas británicas se unen por primera vez en una misma persona mientras que los dos reinos siguen su andadura por separado hasta que Londres impone, con el Act of Union de 1707, su unificación con la abolición del Parlamento de Edimburgo y el traslado de la representación parlamentaria escocesa a la Cámara de los Comunes londinense. Y así han seguido y siguen hasta ahora.

¿Existe un mayor parecido entre la situación de Inglaterra y Escocia, en las islas Británicas en 1603 -unión de reinos distintos en tomo a la Corona-, y la de Castilla y Aragón tras el advenimiento de la Casa de Austria en España? ¿No se puede establecer un paralelo entre la abolición del Parlamento de Edimburgo en 1707 y la derrota sureña en Appomatox en 1865 con el triunfo de la concepción centralista de España impuesta por Felipe V tras la derrota de los partidarios de una España plurinacional en 1710

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Parece evidente que ese paralelismo existe. Lo que ocurre es que, tanto en el caso británico como en el norteamericano, las reclamaciones particulares, nacionalistas o estatalistas, pasaron a un segundo plano ante la pujanza interior y el poderío exterior de las entidades superiores, el Reino Unido y Estados Unidos, a partir de 1707 y de 1865, respectivamente. Por el contrario, en España, tras la desaparición del viejo orden como consecuencia de la invasión napoleónica, los planteamientos forales, primero, y nacionalistas, después, se agudizaron a lo largo de más de siglo y medio de decadencia nacional y debilitamiento progresivo, que culmina en la derrota de 1898. La guerra civil es el último jalón trágico de una sociedad que no ha sabido resolver en cerca de dos siglos, aparte de sus problemas sociales, económicos y políticos, el reto de su articulación y vertebración en torno a la idea de un Estado, a pesar de merecer su inclusión en el libro Guinness por el número de constituciones aprobadas entre 1812 y 1931.

Lo que hace en la práctica a Escocia olvidar la pérdida de su autonomía política es precisamente su integración en es a entidad superior, la Magna Britannia, capaz de crear una revolución industrial en el interior y un imperio en el exterior. Los escoceses del siglo XIX (como los del XVIII y los del XX) siguen participando, del odio atávico de sus antepasados hacia los ingleses, pero se sienten orgullosos de participar, como británicos, en la aventura imperial victoriana y en la revolución industrial interior, que llena sus puertos de astilleros, sus valles de excavaciones minera, y sus ciudades de fábricas.

Al otro lado del Atlántico, los sureños van olvidando poco a poco sus sueños confederales al contemplar cómo la Unión se extiende primero hacia el Oeste, luego hacia el Caribe y el Pacífico, a raíz de la derrota de España en 1898, hasta convertirse, tras la Primera Guerra Mundial, en la primera potencia económica del mundo.

Por el contrario, la España decimonónica, artificialmente vertebrada en torno a lo que Cambó llamaba el verticalismo castellano, sólo ofrecía a sus pueblos periféricos el desmoronamiento de su imperio ultramarino, el desgarramiento interior con tres guerras civiles, asomadas y pronunciamientos, miseria en sus campos y sus ciudades, y una aventura colonial africana que sólo dio a nuestro país sangre, sudor y lágrimas sin ningún beneficio material.

La Constitución de 1978 constituye el primer intento serio de dotar a España de una carta magna por la vía del consenso y no del trágala, como había sido la norma desde 1812. Su resultado es el alumbramiento del Estado de las Autonomías, que pretende dar cabida a las aspiraciones de autogobierno de los diversos pueblos integrantes de esa entidad superior histórica y política que se llama España a través de los distintos estatutos de autonomía.

Pero para que el Estado de las Autonomías se afiance hacen falta dos elementos: claridad y buena fe. Para eso, es preciso que cada uno esté en su lugar y que no se intenten homologar churras y merinas o términos que no son equiparables. Para eso se necesita, por ejemplo, que se hable de la integración de Cataluña y Euskadi en el resto de España y no en España, porque en España llevan durante siglos. La semántica. es siempre importante, y en política, capital. Se puede, y se debe hablar, de Cataluña y Castilla, o de Euskadi y Galicia, como se habla de Escocia e Inglaterra, de Gales e Irlanda del Norte, o de Virginia y Tejas. Pero dar el mismo trato de igualdad a los conceptos Cataluña y España o Euskadi y España constituye la misma barbaridad que pretender equiparar los conceptos Escocia y Reino Unido, Tejas y Estados Unidos de América o Bretaña y Francia.

Una buena medida para empezar a llamar a la cosas por su nombre sería abandonar de una vez por todas el uso y el abuso de esa denominación irreal conocida como Estado español, término inventado por el Gobierno de Burgos en 1938 en plena guerra civil, cuando Franco astutamente mantenía la duda sobre la forma del Estado que adoptaría al final de la contienda. Al no poderse hablar de República española o Reino de España se adoptó la fórmula no comprometedora de Estado español. Pero da la casualidad que, desde la Constitución de 1978, la denominación oficial de este país es la de Reino de España, y no Estado español.

Los problemas económicos que afectan a nuestro país son muy graves. Pero pasarán porque son coyunturales. Los autonómicos son, en cambio, estructurales y afectan al mismo tejido de la nación española. Si no se ataja la enfermedad, el tumor puede degenerar en un cáncer que se metastatiza y destruye la esencia misma de la entidad histórica España.

Es preciso que la idea y el concepto de España, cada vez más desdibujados en el quehacer diario, sean reivindicados por todos y, en primer lugar, por el Gobierno de la nación. Por otra parte, alguien -¿quizás el jefe del Gobierno español?- debería exigir de los dirigentes nacionalistas una respuesta concisa a una pregunta simple: ¿dónde terminan sus reivindicaciones? Porque la impresión que existe en la actualidad es que se desconocen los límites de las pretensiones nacionalistas y que la presidencia del Gobierno español se ha convertido en una especie de bazar donde, a cambio de apoyos parlamentarios, se hace concesión tras concesión.

Una vez conocida la respuesta, inténtese- llegar a un pacto final autonómico nacional con luz y taquígrafos para que, de una vez por todas, esta vieja España pueda reanudar su andadura histórica apoyándose en todos sus miembros, y. no renqueando, aquejada de un ataque de artritis desmembradora.

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