Fuego fatuo
Entre la apoteosis sentimental, las polémicas arquitectónicas, las solidaridades publicitarias y esta encendida vinculación de nuestros ancestros catalanes con el ave fénix se hace difícil proponer una actitud reflexiva a nuestros dirigentes implicados en la reconstrucción del Liceo.Sospecho que este clima enardecido se ha creado para neutralizar cualquier consideración prudente y juiciosa sobre el futuro de la ópera, hipotecado por sus presupuestos astronómicos, ante una sociedad en clara recesión. En este tema, políticamente se opta por la huida hacia adelante rehuyendo un debate en profundidad sobre las inversiones de dinero público en el mundo de las artes, con las contrapartidas que genera el dirigismo estético y el ocio educado de unos pocos con el dinero de muchos.
Esta discusión, fundamental en un Estado moderno, es ignorada reiteradamente por nuestras administraciones culturales, porque deben de experimentar, quizá, sensaciones muy gratificantes jugando a mecenas en una especie de psicodrama con tintes medievales. En este país las emociones, gustos o manías de nuestros dirigentes acostumbran a ser el indicador de sus actos. No hemos conseguido desprendernos de algunos tics feudales a la hora de gobernar y la ópera parece ser, a juzgar por las inversiones millonarias, el ocio que más estimula el proteccionismo de nuestros políticos.
Esta opción estética de la Administración está por encima de cualquier otra forma musical o dramática de manera casi excluyente. No olvidemos que con la dotación anual del Liceo se podrían sostener, por ejemplo, cerca de 40 orquestas de cámara en gira permanente por nuestra geografía, con resultados apreciables sobre el nivel filarmónico de nuestros ciudadanos.
Pero éste no parece ser el gusto musical y educativo de los políticos. Está claro que prefieren sentarse de nuevo entre la lujosa escenografía de un Liceo reconstruido fidedignamente, rodeados de un cierto boato social, que conlleva, además, esta sensación gratificante de formar parte de un club iniciático de expertos y coleccionistas.
Esta actitud, un tanto infantil, se hace patente en el rito exhibicionista de los aplausos, que siempre resultan desmesurados en estos coliseos, porque se trata de una ovación a sí mismos para enaltecer públicamente su propia cultura y sensibilidad. Este tipo de complejos culturales han jugado, sin duda, un papel predominante en las inclinaciones estéticas de nuestros dirigentes para imponemos sus veleidades.
Y así estamos, todavía, en esta antesala de la auténtica democracia que genera actos tan lamentables como el de todas las instituciones proclamando la reconstrucción inmediata del Liceo con las llamas aún vivas. Una vez más, la impudorosa muestra de que aquí nos lo comemos y guisamos entre unos pocos aflora con toda su desfachatez.
Esta acción irreflexiva, precipitada y demagógica es también el claro exponente de la impunidad con que se maneja el dinero público en nuestro país, y, puestos a responder también demagógicamente, cabe preguntarse si ocurriría lo mismo tratándose de su propio dinero. No olvidemos que ellos no dan un duro por la ópera, no compran ni sus entradas, todos, absolutamente todos, entran invitados, si no que publique el Liceo las listas de invitaciones con cargo al erario público y van a quedar ustedes pasmados. De nuevo aparecen algunos usos feudales no previstos en la sentencia de Guadalupe, porque este servil vasallaje sigue extendido en todos los teatros públicos.
Hoy, estos teatros, como tantas otras instituciones culturales, se llenan de sofisticados organigramas de funcionamiento, con responsables para toda clase de extravagancias y detalles marginales. Pero lo esencial queda diluido entre este conjunto de irresponsabilidades compartidas. Es el anonimato a que induce un cierto espíritu de funcionariado y que mezclado con temas artísticos se convierte en un cóctel destructivo. Si no, ¿cómo puede comprenderse que toda esta compleja estructura de personal no fuera capaz de prever que un soplete en un escenario del siglo pasado es como invitar a un etarra a tomar el té en La Moncloa?
Pero abstengámonos de exigir responsabilidades, porque, vistos los últimos acontecimientos, aún va a cargar con el muerto el pobre soldador con arresto de soplete incluido.
Esta manera de aplicar la política cultural justifica plenamente lo que ha ocurrido hasta hoy: una dotación pública de miles de millones por temporada en una propiedad privada, unos cachés millonarios para cantantes y directores, algunos de los cuales gozan de paraísos fiscales, y unos déficit astronómicos (que para cualquier empresario privado hubiesen significado motivo de suicidio), saldados con cargo al contribuyente, sin ceses ni dimisiones de los directivos.
Sólo ahora, después del fuego, se quiere forzar a los propietarios para que cedan sus derechos, como si tuvieran la responsabilidad de todos los despropósitos del pasado, ahora hay que arrebatarles la propiedad, como si de la mismísima Bastilla se tratara.
De nuevo se marea la perdiz para distraer al personal sobre el centro de la cuestión, o sea, el futuro sostenimiento público de las grandes estructuras operísticas como el Liceo y el teatro Real (que lleva ya, por cierto, 15.000 millones a nuestro cargo antes de empezar los cantos). Es a todas luces razonable pensar que existe una desproporción entre la gran cantidad de medios empleados y unos señores que se desgañitan sobre una tarima, por muy sublimes que resulten.
La ópera adolece hoy de todos los defectos de una época arrogante, que ha establecido un principio simplista para la práctica del arte: con más medios, mejores resultados. Esta consideración, fruto de unos tiempos de exacerbación consumista, ha conducido muchas disciplinas artísticas a una especie de apoteosis de lo accesorio, cuando es precisamente en la contención y austeridad de medios donde los artistas han estimulado siempre su búsqueda de lo esencial.
Vale la pena recordar la magnífica Carmen, de Peter Brook, todo un ejemplo de síntesis en lo musical y dramático, comparado con estos supermercados repletos de comparsas y materiales, que nos acostumbran a ofrecer con la música de Bizet como fondo.
Por el camino de las insaciables superproducciones acabaremos necesitando escenarios dotados con energía atómica, convirtiendo la ópera en algo que ya empezamos a notar: una música con dibujos animados para que no resulte tan pesada. La era del protagonismo arquitectónico ha invadido también la escena, con espectaculares inventos escenográficos que tienen por objetivo aligerar el pesado minutaje de la partitura. Es decir, una vez más se prescinde de lo esencial, el canto y la música, que bajo estas premisas se aprecia paradójicamente mucho más a través de la funcionalidad y abstracción argumental de un simple disco.
Algo funciona mal, pues, en estos complejos santuarios de la
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Fuego fatuo
Viene de la página anteriorlírica, porque sin unos componentes de simplicidad, naturalidad y funcionalidad visual, esta desmesurada convención de morir cantando se convierte en un acto desmadrado, más cercano al culebrón musical que a una digna interpretación de las partituras de Mozart o Rossini.
A muchos nos gusta la ópera, pero no al precio que sea. Nos gusta sin tener que asumir ninguna sensación de minoría privilegiada. Nos gusta escucharla con la tranquilidad de que no nos la pagan una gran mayoría de contribuyentes que jamás tendrán acceso a ella. Nos gusta la ópera sin que nos impongan las voces de siempre, sostenidas por una especie de mafia artístico -económica, y nos gusta en el Liceo, en una plaza, en un salón o en una central eléctrica, poco importa. Si hay imaginación y talento, cuando se encienden los focos de escena el entorno desaparece. Pero los políticos no están hoy para escuchar ninguna consideración que sea contraria a esta oportunidad de ocupar un lugar en la historia ciudadana, reconstruyendo piedra a piedra un edificio simbólico. Y así se hará, se dotará de mayores ingenios técnicos, de más funcionarios, de más bomberos, y una vez hecha la demostración, se decidirá también, en otro acto heroico, que no puede sostenerse porque en un país con ocho millones de parados (1997). el precio de la ópera constituye un insostenible agravio público. ¡Y se quedarán tan tranquilos! Eso sí, lo más importante, que era el edificio (el container, como se llama ahora), estará acabado.
Quizás entonces, en la obligada pobreza, encontraremos mejores circunstancias para reconciliarnos con esos excesos musicales llamados ópera. Que asísea.
Albert Boadella es dramaturgo y director de Els Joglars.
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