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Daniel en el foso de los leones

La rueda de prensa convocada a prisa y corriendo tras el Consejo de Ministros del pasado viernes sirvió probablemente a Felipe González para transmitir a los periodistas algunas noticias que le estaban quemando los dedos. La llegada de las primeras golondrinas de la recuperación económica, el buen entendimiento político-mercantil con Jordi Pujol y el dilema planteado a Guerra (quedarse fuera de juego si continúa organizando su corriente o entrar en la ejecutiva si disuelve ese ejército) eran los mensajes que el presidente del Gobierno deseaba enviar con cierta urgencia y alguna solemnidad a la opinión pública. Sin embargo, el carácter improvisado y por sorpresa de ese encuentro dejó descontentos a los informadores, partidarios de una mayor regularidad y un mejor formato en las conferencias de prensa de Felipe González.Esa insatisfacción de los periodistas confirmará la teoría tan extendida entre los políticos según la cual no hay manera humana de acertar con la prensa. Ahora bien, la certeza del fracaso no se cierne únicamente sobre los gobernantes, sino que acecha a todas las personas obligadas a adoptar decisiones en un océano de incertirdumbre. Una anécdota probablemente apócrifa atribuye a Sigmund Freud, acosado por una atribulada madre deseosa de aprender la mejor manera de educar a su hijo, una desconsoladora respuesta que los políticos podrían hacer suya: "No se preocupe demasiado, señora, porque siempre lo hará mal". Pero el pesimismo antropológico de los psicoanalistas no debería llevar a los gobernantes a tan desesperados extremos ni servirles de coartada para zanganear cuando pueden mejorar su rendimiento.

Por ejemplo, son evidentes los aparatosos agujeros producidos en nuestra vida pública por la escasa afición de Felipe González a comparecer ante el Parlamento o en ruedas de prensa. Para nadie es un plato de gusto responder por obligación a preguntas envenenadas; la cuestión es saber si tragarse ese duro filete está incluido o no en el sueldo de los gobernantes. El argumento según el cual sería preciso aguardar a la reforma del reglamento para que el jefe del Ejecutivo se prestase a responder en el Congreso a las preguntas de los diputados es simplemente ridículo: quien esté dispuesto a realizar una cosa voluntariamente no aplazará su decisión a la espera de que alguien le obligue. Al igual que los plenos sobre el estado de la nación se incorporaron a la liturgia parlamentaria desde 1983 y los debates televisados a nuestras costumbres electorales desde el 6-J, bastaría ahora con que Felipe González apadrinase esa innovación para que la comparecencia semanal se transformase en un uso parlamentario tan vinculante para futuros presidentes del Gobierno como una norma escrita.

Algo parecido podría ocurrir con las ruedas informativas. Hasta ahora, Felipe González ha rehuido las conferencias de prensa celebradas con regularidad, televisadas en directo y organizadas con garantías suficientes (igualdad de oportunidades, derecho a la repregunta) para que los periodistas puedan hacer su trabajo. Como mostró el primer debate electoral con Aznar, el adulatorio ambiente propio de una corte de los milagros valleinclanesca que rodeó a Felipe González durante la anterior legislatura oxidó su capacidad para pelear con políticos y periodistas incómodos. El Libro de los profetas narra cómo Daniel -acusado ante el rey Darío por los sátrapas de infringir las leyes de los medos y de los persas- fue arrojado al foso de los leones pero salió indemne de la prueba. La credibilidad de las ruedas de prensa de Felipe González dependerá en buena medida de su disposición para encerrarse en ese foso babilónico y afrontar los zarpazos antipáticos, malevolentes o impertinentes de cualquier periodista agresivo.

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