Te conozco, mascarita
No están los tiempos para saturnales ni mojigangas, lo sabemos. Lunes de Carnaval y San Valentín, por añadidura; festejos que nos llegan desde la madrugada de los tiempos. Quitar la carne, carne levare que se vierte en la famélica cuadragésima, ramadán que en edades pretéritas regulaba el colesterol y otras demasías. Cosa de gente rica y acomodada, pues los pobres de entonces rara vez cataban la vaca o el cordero.¿Recuerdos personales? Imposible precisar si me disfrazaron alguna vez de pierrot o de pirata -impune agresión a la infancia desvalida- para discurrir por el bullicio de los paseos del Prado y Recoletos. En la adolescencia andábamos muy atareados con los estudios -28%- y las indagaciones anatómicas de la época de las abuelas. Parece ser que en el Madrid de principios de siglo -como en Venecia, Colonia o Niza-, aquellas reprimidas damas -no todas, claro- fueron de corsé y enaguas alegres, que se desmelenaban en los bailes de antruejo, protegida la discreción de su lascivia con el antifaz o la mascarilla. Promiscuidad anónima en los teatros sin patio de butacas, los círculos, casinos o barracones populares donde, arreglándoselas como podían, parece que con notable éxito, daban suelta a la libido, aunque no sospecharan que pudiera llamarse así. Guardo borrosa confidencia acerca de tía Elena, casada con un comerciante gordo y bonachón, que en días y noches semejantes vulneraba gozosa y frecuentemente la fidelidad conyugal en la que se aburría el resto del año.
Durante el largo periodo del régimen anterior, los carnavales estuvieron prohibidos, salvo donde los nativos defendieron enérgicamente su celebración: Cádiz, Tenerife, Reus -el carrus navalis sobre ruedas, otra etimología- y muchos pueblos festejaban a Don Camal con entusiasmo de lupercales aldeanas. En el resto del país, a causa del mostrenco recelo gubemativo, fueron considerados peligrosos para la entereza moral de la población civil y tenidas las máscaras pretexto para revueltas, conjuras y algaradas ilegales.
Nunca tuve ocasión, ni tiempo para ir a Río de Janeiro, ni visité Venecia en esa ocasión y apenas pisé los confetis en Cannes cierta vez. Tengo, empero, memoria de mustios carnavales, en el Madrid donde estaban proscritos, aunque nunca dejaron de verse muchas niñas ataviadas como chulapas de Lavapiés y desventurados chavalines trajeados como se supone que iba los domingos el Julián de La verbena: gorra de visera y, por ignoto motivo, un bigotillo tiznado con corcho ardido. Los inevitables pierrots, colombinas, dominós y algunas máscaras que llegaban velozmente al guateque en lugar cerrado. Todo bajo control, sin permitir el subversivo disfraz que desfigura la forma natural de las personas y las cosas para que no sean conocidas. Hoy experimentamos una sensación semejante en muchos foros políticos y culturales. ¿Por qué será?
Quizás sigamos viendo algunas patéticas destrozonas, generalmente del género masculino, borrachos al anochecer, pacato remedo del júbilo perdido. Se acabó la tímida osadía de dirigimos a un prójimo -o prójima- con la frase afectada: "Mascarita, te conozco".
Carnavales madrileños sin gloria y, justo es decirlo, también sin pena. Pasado mañana, miércoles, poca ceniza habrá sobre tanta frente relapsa. Perdido, también, el premonitorio entierro de la sardina, que despedía la marchita juerga el domingo siguiente. Si en pasado feliz todo el año era Carnaval, acomodémonos a esta pertinaz cuaresma que ojalá dure poco.
Eugenio Suárez es escritor.
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