El debilitamiento de las ideas de solidaridad
FRANCISCO MIGUEL FERNÁNDEZ MARUGÁNEl articulista analiza las características del Estado de bienestar, surgido tras la II Guerra Mundial, y expone los factores -económicos, demográficos y políticos- que han incidido, en las últimas dos décadas, en su crisis actual.
Los acuerdos políticos que alcanzaron después de la II Guerra Mundial los socialdemócratas, los democristianos y los liberales permitieron el nacimiento y la extensión del Estado de bienestar. Con medidas intervencionistas, actuaron primero para eliminar las patologías sociales y fueron configurando progresivamente una sociedad en la que se garantizaba la prestación a los ciudadanos de una serie de servicios universales (educación sanidad, servicios sociales: pensiones y desempleo).Se configuró un orden político, fundamentado en el equilibrio y en la armonía social, en el que la seguridad adquirió una gran importancia. Esta se alcanzaba en la vida laboral y también cuando, por la jubilación, se agotaba. Las manifestaciones de este predominio de la seguridad fueron muy abundantes.
Quizá la más destacada era la que en el mercado de trabajo proporcionaba el pleno empleo. El nivel de vida se garantizaba mediante políticas que corregían las desigualdades. La seguridad en el empleo se conseguía mediante. contratos de trabajo que regulaban toda la vida laboral de los trabajadores, complementados por las ordenanzas que fijaban categorías y cualificaciones profesionales. Además, para el desempeño del puesto de trabajo existían normas que fijaban las condiciones de higiene y seguridad. La última de las manifestaciones de esa seguridad la proporcionó el hecho de que los trabajadores pasaban a percibir rentas de sustitución -en forma de pensiones- cuando dejaban la condición de activos, con lo que mantenían su posición económica al jubilarse.
La uniformidad fue otra de las características en la que familias fuertes, una demografía equilibrada junto con actores sociales poderosos y homogéneos formaron el resto de las piezas del modelo social.
La crisis de 1973 abrió una etapa de desconfianza en las posibilidades del Estado de bienestar. La derecha rápidamente se desvinculó de la política de consenso. A la vez que se paralizaron los proyectos tradicionales del movimiento sindical. El balance global de esta confrontación fue favorable para los defensores del Estado de bienestar, puesto que, a pesar de que se produjo una recomposición en el gasto público, se aguantó el embite, y en las sociedades europeas se mantuvieron las prestaciones sociales vinculadas a los servicios públicos de carácter universal.
Pese a ello, las mutaciones que se producen durante la década de los setenta son muy destacadas, ya que afectan al crecimiento económico y al modelo social. En los países industriales de Europa se paraliza el crecimiento, dándose una situación de estancamiento relativo, a la vez que se introducen modificaciones en la división internacional del trabajo que afectan a la localización industrial, al lugar donde se genera la renta.
Demográficamente, se vive un proceso de maduración y envejecimiento de la población que aumenta el número de beneficiarios de los servicios sanitarios, así como el de perceptores de las pensiones. En el mercado de trabajo las transformaciones son de extraordinaria entidad. Aparecen nuevas modalidades de empleo: temporal, discontinuo, a tiempo parcial, autoempleo, irregular o clandestino. Además y como es lógico, hay una incorporación masiva de la mujer a las tareas productivas. El resultado global de todo el proceso habido en el mercado de trabajo es el de un cambio significativo en la relación laboral. Comienza a dejar de ser normal una arquitectura fundamentada en trabajadores fijos que estaban empleados a tiempo completo y que confeccionaban un historial laboral estable en su empresa.
La crisis del empleo -derivada del estancamiento- incide en los mecanismos de protección social, ya que se reduce el volumen de los ingresos públicos. Los sistemas de pensiones, que obedecían a un patrón en el que as instituciones centrales eran los empleados estables y la familia, se tornan menos seguros y menos sociales.
Aparecen las primeras críticas al universalismo desde distintos planteamientos ideológicos. En unos casos, manteniéndose una posición favorable al mismo, se reivindican actuaciones más personalizadas, más descentralizadas, en las que el estatismo dé paso a enfoques más societarios, capaces de encontrar el apoyo de sectores amplios del voluntariado social. Mientras que, en otros casos, se apuesta por reformas más radicales que reconduzcan el Estado de bienestar hacia sus orígenes asistenciales, haciéndolo paulatinamente más residual, con actuaciones apoyadas en la demostración de la necesidad.
Como consecuencia, de esta pléyade de cambios, la sociedad homogénea deja paso a otra en la que la característica esencial es la aparición de una estructura fragmentada, en la que se generan múltiples divisiones e identidades. En la esfera política renacen viejos planteamientos, a través de los que se pretende restablecer el papel hegemónico que antiguamente había tenido el mercado. Aunque estas alternativas no llegan a definir enteramente sus contornos ni logran hacer cristalizar de manera sólida y solvente un nuevo paradigma, debido al carácter radical de sus planteamientos, producen una profunda incertidumbre en relación con las formas y con los contenidos que habrían de servir para dar respuesta a los problemas que se estaban planteando.
Un número importante de naciones europeas ponen en marcha un conjunto de reformas moderadas y gradualistas que, ejecutadas a lo largo de un espacio de tiempo prudencial, sirven para adaptar los mecanismos de protección social a las nuevas condiciones.
Estas reformas no han reducido la cuantía del gasto social en términos absolutos, si bien han afectado a un número importante de beneficiarios debido a que el desempleo ha elevado proporcionalmente los niveles de necesidad. La protección se hace más selectiva a la vez que la exclusión de los sistemas, más discriminada. El resultado ha sido una mayor seguridad para quienes merecen ser protegidos y una mayor racionalización a la hora de privar a algunos grupos de la protección que venían recibiendo.
En la Europa central la habilidad con la que los gobiernos han realizado las reformas ha ido unida al hecho de que se ha aceptado la necesidad de realizar políticas de austeridad, como tributo que debía pagarse para mantener esa forma de organización política y social. Son muchos los ciudadanos que admiten una disminución moderada de las prestaciones a cambio de que no se eleven ni los impuestos ni las cotizaciones sociales. Además, las ciudadanas, y ciudadanos están interesados en la buena gestión de los sistemas de protección, apoyando las modificaciones que se les proponen para garantizar la solvencia financiera y el equilibrio presupuestario. Este comportamiento ha ido acompañado de actitudes variadas, que se traducen en la exteriorización de una mentalidad calculadora por parte de los beneficiarios de algunos programas. Esta mentalidad se explicita entre quienes forman parte de la clase media alta y también entre los trabajadores que perciben menores rentas.
Los primeros dicen que no necesitan las ventajas que les proporciona la seguridad social. Por lo que se oponen a la carga fiscal que el Estado de bienestar impone en sus ingresos. Son quienes tienen riqueza suficiente para no valorar la pensión de jubilación que el sistema de pensiones les proporciona. Estos ciudadanos creen que las prestaciones que reciben, en pensiones, en sanidad o en desempleo, no les compensan en relación con los impuestos que pagan. Esta actitud obedece a la creencia de que alguno de estos riesgos a ellos nunca les afectarán. Con este enfoque, sostienen que invirtiendo privada y libremente su riqueza obtendrán mayor rentabilidad que inviertiendo obligatoriamente en los sistemas de protección social.
Por otros motivos, entre los trabajadores con bajos salarios también surgen reticencias al Estado de bienestar, ya que tienen que cotizar a los sistemas de protección para conseguir las prestaciones regladas, recibiendo a cambio unas cuantías que no son superiores a las que obtendrían de la asistencia social. Y a la beneficencia no tendrían que pagar. Por tanto, estar dentro del sistema tampoco les compensa.
Por motivos distintos, aparecen en los extremos de la pirámide social estrategias de deserción -apoyadas en la resistencia fiscal- y estrategias da explotación fundamentadas en bajas prestaciones. Ambas actúan como círculo vicioso, que proyecta la deslegitimación al conjunto del sistema de protección y que es utilizada políticamente con planteamientos populistas e insolidarios por la derecha. La combinación de ambas estrategias perjudica a quienes no se encuentran situados ni en una ni en otra posición. Que son, por otra parte, la gran mayoría y a quienes no les está permitido escapar de la cotización para comprar en el mercado la pensión, la asistencia sanitaria o la protección al desempleo. Esa mayoría de ciudadanos tampoco puede abusar del subsidio, puesto que para percibirlo ha de efectuar la contribución correspondiente.
Ha surgido de esta forma un problema al que no han sido capaces de dar solución ni los agentes sociales ni los poderes públicos: la desorganización de la ciudadanía y el debilitamiento de las ideas de solidaridad. El peligro del sálvese quien pueda es que, a la fragmentación que se produce en las relaciones laborales, le puede seguir otra en el ámbito de los derechos ciudadanos. Y que, como consecuencia de. ambas, resulte que termine siendo realidad aquella frase de Thatcher que decía: "No existe eso que se llama sociedad. Lo único que existe son hombres y mujeres".
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