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Tribuna
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Juguetitos portátiles

Primero la azafata y luego el sobrecargo se dirigieron al pasaje para insistir en que, "por favor, no se utilicen aparatos electrónicos para no crear interferencias en los instrumentos de navegación del avión". Era un vuelo del puente aéreo Madrid-Barcelona del 10 de enero. Un llamativo número de pasajeros (todos varones) se entretenían con los juguetitos que les habían dejado los Reyes Magos. Unos hacían llamadas de teléfono inalámbrico que hasta entonces jamás realizaron. Otros "preparaban los deberes" en pleno vuelo con el ordenador personal-portátil-extraplano-dotado-de-una-increíble-mernoria-en-megabites.. A los primeros les excitaba la sensación de llamar desde 2.000 metros de altura a su casa, a la oficina o a un amigo sin meter las malditas monedas en un teléfono público. Les hacía sentirse bien dar órdenes desde la altura y, sobre todo, que les oyeran hacerlo.

Me pregunto cómo se las arreglaban estos señores para conectar con su oficina o su casa antes de que proliferaran los portátiles. Desde luego, no proporcionaban, como ahora, gratuitas escenas patético-cómicas dando órdenes a voz en grito en, plena calle para superar los decibelios de la marabunta automovilística. Desde luego, me identifico plenamente con un cómico como Gila cuando recientemente declaraba: "Me da mucho pudor usar el teléfono inalámbrico en plena calle". Y eso que es un hombre con rostro y muchas tablas. Le entiendo, no quiere "dar el espectáculo".

Había luego en el avión otros pasajeros que desenfundaban sus miniordenadores, los acariciaban con cierto deleite y daban a las teclas muy seguros para entrar rápido en un programa que convertía su pantalla oscura en media docena de columnas de números en letras verde brillante. A algunos se les veía ufanos al poder demostrar a sus vecinos de vuelo que manejaban negocios "de altura'.

Hasta hace poco tiempo, al llegar los pasajeros a la terminal lo primero que hacían muchos de ellos era encender un pitillo Ahora no, ahora se desperdigan por los rincones, destapan con cierta precipitación sus teléfonos portátiles y se lían a hablar a diestro y siniestro. "¡Oye, sí, estoy ya en el aeropuerto; acabo de llegar, tardaré como unos 20 minutos! ¿OK?" o también: "Oye, María, que estoy aquí ya... Bien, bien, ¿y los niños?". Luego cierran sus juguetitos, miran a derecha e izquierda, componen la figura y echan a andar, apesadumbrados, soportando el duro ritmo de trabajo, tal y como camina un broker de la City londinense. Joder, ¡qué cruz!

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