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'Di quella pira, l'orrendo fuoco...'

Otra fábrica de sueños acaba de sucumbir. Una parte del tiempo personal de cada uno crepita entre las llamas, que es una manera muy operística de crepitar. Muy del viejo y prestigioso continente. Pudo haber sido un ciclón, un terremoto, y habría sonado a Tercer Mundo, pero ha tenido que ser a la europea y a la catalana. Con el supremo prestigio del fuego. Recuérdese la pira de Azucena o el tálamo de Brunilda. Y la forja de los nibelungos, sin ir más lejos. El Liceo desaparece con símbolos verdianos y wagnerianos, sus dos polos de atracción y rechazo durante un siglo.Sobre sus cenizas, el Liceo se presenta como un juguete prodigioso a quien nadie se preocupó de modernizar. Es inevitable que ocurra igual con los sentimientos. Y no sólo los de la alta burguesía. Esto, con ser cierto, forma parte de una visión parcial. El Liceo fue, sobre todo, la gran meca de los aficionados a la ópera, raza por lo menos tan digna de atención como la de los aficionados al fútbol.

La ópera no es en Barcelona un fenómeno prefabricado, como ocurre en ciertas capitales, apuntadas a la moda y esnobismo de la ópera como símbolo de distinción social (o, en algunos casos, socialista, si se me permite la ironía). La ópera, su cultivo, sus polémicas, incluso las contrarias, forman parte inseparable de nuestra cultura y en numerosos casos de nuestra educación sentimental. Es lógico que este incendio provoque una memoriabilia que no hará sino crecer. El repertorio es muy amplio y variopinto, y en los últimos años es perfectamente democrático. Incluye, cierto, la primera noche de una pollita casadera en el palco de sus padres pijos, pero también evoca a tope las vibraciones que despertaron en los aficionados de los pisos altos cantatrices hoy olvidadas (¿qué fue de Antonleta Stella, tan guapetona?). Es una sucesión de fantasmas lo bastante eclécticos como para provocar las lágrimas de la gente sencilla, esa que fue en más de una ocasión a escuchar su ópera preferida -seguramente la más sencilla también- y lo hizo a base de muchos ahorros y fatigosas horas de cola, incluso nocturna.

Las licencias del sentimentalismo estaban ya permitidas en vida del Liceo, teatro que tuvo su buena dosis de literatura. Hace apenas dos meses, terminando El beso de Peter Pan, necesitaba rememorar mi aprendizaje adolescente, allá en el quinto piso, así como las emociones que me despertaban los personajes pintados en el techo. Al no encontrar información gráfica adecuada a mis intereses, decidí acercarme al Liceo para recuperar aquellas imágenes. Hoy, a tan corto plazo, ya no podría hacerlo. El techo no existe: se precipitó en la platea, como el Valhalla en el Rin. Sólo sus personajes sobreviven en el corazón del aficionado. Un bello lugar para sobrevivir. Voy a dejar de lado mis sentimientos de operómano adolescente para ceñirme a unas impresiones más inmediatas. Ocurrieron poco antes de las navidades. El Liceo acababa de vender a Televisión Española los derechos de retransmisión de algunas óperas de la presente temporada, en un desesperado intento por la nivelación de presupuesto. Se me pidió que me encargase de la presentación de una de ellas (casualmente, elegí Don Carlo, pira de la Inquisición incluida). Tras la consabida rueda de prensa, y antes del ágape acostumbrado, el director del Liceo, don Josep Caminal, se ofreció a mostrar el teatro a García Candau y Ramón Colom. Se formó una de esas comitivas que rodean a la oficialidad y penetramos en la anécdota del escenario. Es un pequeño mundo que suele emocionarme: tengo muchos ratos pasados en el camerino de la Caballé e incluso dispuse por unas horas del mío propio en cierta inolvidable ocasión que me correspondió el honor de presentar el homenaje a sus 25 años en el Liceo. Y aún recuerdo mi temblor al salir a escena para leer unas cuartillas y el amable empujón de José Carreras porque la inmensa oscuridad de la platea imponía como las fauces de una fiera dispuesta a devorarme antes de que yo rompiese a hablar.

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La memoria, siempre tramposa, se excedió en la melancolía durante aquella visita. No debe ocurrir ahora. Estamos, de nuevo, en el corazón del sentimentalismo cuando deberíamos condenar la falta de previsión. El escenario del Liceo escondía en sus entrañas el germen del desastre, con la acumulación de materiales anticuados, cual gigantesco armatoste que sólo esperase una chispa para desaparecer de un mundo donde no tuviera razón de existir. (Me prohibieron fumar; pero no supieron prevenir los estragos de un vulgar soplete. ¡Signo de los tiempos!).

Como tantas cosas en este país, las soluciones se apuntan cuando ya no hay remedio. El señor Caminal y sus antecesores habían denunciado en numerosas ocasiones el lamentable estado del sistema de seguridad del Liceo. ¿Responsabilidad de la Generalitat, del Ayuntamiento, del Consorcio? De quien fueren, nadie las quiso y nadie las querrá. Es más rentable apelar al corazón del pueblo que recordarle su derecho a la indignación. Todavía estaba produciéndose el incendio y Jordi Pujol ya contaba habas. El cálculo resultó sorprendentemente rápido, y el presidente decidía el plazo de Inauguración del teatro y hasta el estilo que debe recuperarse. Semejante rapidez sorprende al cabo de tanta lentitud anterior. ¿Sería para compensar la desidiosa actuación de la Generalitat? Se me dirá que no hay tiempo ni dinero para todo. Es cierto: la Generalitat estaba muy ocupada traduciendo a Keanu Reeves o a Glenn Close al catalán.

Se habla ahora de prioridades cuando hace ya tiempo debía hablarse de urgencias, y no sólo en la necesidad de actualizar las prestaciones técnicas del Liceo, sino incluso la posibilidad de un traslado que permitiera a aquéllas desarrollarse en un espacio físico más adecuado. No son en absoluto desdeñables las declaraciones del arquitecto Óscar Tusquets, avaladas por su excepcional trabajo en la ampliación del Palau de la Música Catalana. Más allá de la tradición y el prestigio ciudadano, ¿respondía el Liceo a las exigencias del espectáculo operístico en la época presente? Más aún: ¿respondía a las necesidades del espectador? Es obvio que no. A los problemas planteados por el escenario se añadían también los de la propia sala, cuya visibilidad era penosa en muchos casos. He perdido la cuenta de la cantidad de chinos que se me escaparon en cierta Turandot. Y en una reciente Tosca apenas vi a Mario Caravadosi por su obstinación en permanecer a un lado del escenario que me tapaban los palcos, suntuosos, sí, pero no canoros.

Los partidarios de la reconstrucción "histórica" deberían recordar que la estructura del Liceo respondía a unas normas sociales que tenían a la ópera como centro de lucimiento y, en última instancia, de prestigio. Una cosa era respetarlas cuando el Liceo se levantaba como un monumento vivo; otra muy distinta, recuperarlas cuando es sólo un esqueleto que permite partir de cero y mirar hacia el futuro. Restaurando molduras, diseñando el pastiche, se puede construir un hermoso museo y, si se quiere, entonar un himno a la continuidad, solución ésta de segura repercusión ciudadana. Pero el espectáculo es hoy otra cosa. Todo menos museo de sombras.

Son, en cualquier caso, temas demasiado complejos para someterlos a la urgencia que pregonan ahora quienes nunca la sintieron en época de previsión. Y esta urgencia de las instituciones, esta repentina necesidad de servicios públicos a toda costa, me hace dudar seriamente sobre los intereses que van a jugarse a partir de ahora.

Del mismo modo que todos querían ocupar un palco bien visible en las noches de gala, todos quieren salir en la foto en horas de funeral. Aparecen y reaparecen los habituales, los imprescindibles, los estrictamente fotogénicos. Y un último elemento que ya pertenece a la vida cotidiana de los barceloneses: las peleas entre las distintas facciones responsables. Dicen que Pujol y Maragall se han unido para la movilización ciudadana ("¡Que se besen, que se

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besen!"). También cuenta La Vanguardia que las administraciones, reunidas en urgente cónclave, acordaron un pacto singular: "No abrir hostilidades". Tanta inesperada cordura es de agradecer. Está muy bien que, por una vez, decidan esconder a ojos de la ciudadanía los aspectos más patéticos de sus luchas de intereses y esas escenas de lavadero público a que nos tienen tan acostumbrados.

Yo no soy tan optimista respecto a la cordura de nuestros administradores. Más bien temo que sus polémicas, siempre renovadas, sustituirán a las que un día llenaron el Liceo: belcantistas contra wagnerianos, gran debate de principios de siglo, o Callas contra Tebaldi, gran polémica de los años cincuenta. Los futuros combates no tendrán tanta categoría. Es incluso posible que no tardemos en llegar al exceso. De momento, Jordi Pujol se ha arrogado el papel de defensor de la causa y ha dicho a la Reina lo que seguramente no procedía: "Esperamos inaugurar el Liceo antes que el Real de Madrid".

Decididamente, estos hombres tienen más valor que el indio Jerónimo.

Terenci Moix es escritor.

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