Madrid, en "El Urogallo"
El español más consciente de la consustancial e incluso transustancial, como en la sagrada hostia, infidelidad del público respecto a sus ídolos es Juan Cueto. Por eso Cueto vende básicamente en Canal + cine y fútbol, dos ofertas en las que el público halla muchas dificultades para largarse a comprar tabaco. El cinéfilo, con el tiempo, termina también jugándosela a sus ídolos, pero su pasión cinéfila le suministra otros ídolos frescos, a los que sigue enganchado, y así no se le ocurre nunca cancelar su suscripción a la televisión de pago. Y el hincha, que psicológicamente es más simple que un reloj de cuco -y ni siquiera de fabricación suiza, sino, como las navajas, de fabricación al,baceteña-, puede cambiar de mujer o marido, de trabajo, de país, de amigos e incluso de piel, pero no cambia de equipo ni aunque le trasplanten las trompas de Falopio -sí, sí, las de Falopio- de un donante heroinómano de otros colores. El hincha, si es tal, no tiene inconveniente en asesinar a quien se le interponga, pero él ve el partido de fútbol televisado del domingo, caiga quien caiga, porque además fue Dios el que mandó en el Sinaí cumplir con el precepto dominical. El hincha es noble y, para desterrar toda tentación de fuga, incluso se instala en casa un estanco propio.Y en esto terminé pensando yo el otro día cuando estuve a punto de ser infiel a mi compra habitual de la revista literaria El Urogallo. Guardaba mi turno en la cola del VIPS de Ortega y Gasset, esquina con Velázquez -un lugar, por cierto, cargado de la más contundente historia clásica porque, precisamente allí, en un monasterio anterior y trasladado, hace ya unos años, a El Goloso, estuvo encerrada Beatriz Galindo, la genial latinista que le enseñó latín a Isabel la Católica (por eso este edificio se llama Beatriz, como dice la placa del portal)-; guardaba mi turno, digo, cuando vi a un cliente que acababa de pagar en la caja El Urogallo. Vi la revista de mis entrañas y, por primera vez en mucho tiempo, sentí pereza e inmediatamente decidí no comprarla. Pero la malsana curiosidad del adicto me impulsó a mirar de reojo la portada, y la fotografía con el edificio de La Unión y el Fénix Español en primer plano y unas letras mayúsculas que decían Madrid me informaban inequívocamente de que la revista publicaba un monográfico sobre la Villa y Corte. Mi biblioteca de temas madrileños queda todavía a muchas yardas de la de Isidoro Ruiz, un madrileño nacido en la calle de Carretas -la misma calle en que tiene su domicilio El Urogallo- y que posee más de 3.000 volúmenes sobre el tema; pero si alguien quiere venderme un libro o una revista sobre Madrid, encontrará en mí al cliente más fácil. Y fue el momento en que, naturalmente, no pude por menos que pensar en las sutiles leyes por las que un producto lo compras e igualmente dejas de comprarlo, y me acordé de Juan Cueto, a quien le debo una lección magistral sobre los cuernos del público.
Las ciudades invisibles de Madrid es el título de este monográfico, en el que dan su visión de Madrid 10 escritores españoles y ocho extranjeros de los siglos XVII, XVIII y XIX, y al que se dedica algo más de la mitad de la revista. Leídas estas prosas patrias y foráneas, la primera conclusión que puede sacarse es que, mientras los ocho prosistas extranjeros aciertan siempre a escribir en prosa -y hay aquí textos geniales, como El paisaje urbano, de lord Roos, y Estado presente de España, anónimo, de 1718-, de los 10 españoles, en cambio, como mínimo tres se empeñan en escribir prosa contaminada de falsa poesía. Como se presupone en el soldado el valor -y yo por eso me empeñé y logré librarme de la mili, porque soy cobarde-, la poesía hay que presuponerla en el prosista, pero el buen prosista antes se dejará amputar un brazo que dejar traslucir en sus versos un hemistiquio. De los españoles, escriben César Alonso de los Ríos, Luis Carandell, Juan Manuel González -reciente premio de literatura del programa El ojo crítico, de Radio Nacional de España, por su libro Cuadernos de combate azul-, Guelbenzu, Guerra Garrido, Longares, Martínez Sarrión, Millás, Rosa Montero y Clara Sánchez. Hay tres textos que me han gustado muchísimo, otros tres también aprovechables y otros tres o cuatro que les gustarán a otros lectores. Pero, como de los 10 conozco personalmente a nueve, no incurriré en la descortés ingenuidad de ser más explícito en mis opiniones. Yo cada día me fijo más en los diplomátícos -por ejemplo, ahora estoy fascinado por la diplomacia de Sila, el político romano al que tan bien conocía Beatriz Galindo, La Latina-; observo a los diplomáticos, digo, y estoy aprendiendo a callarme como un muerto. Aunque no tanto como para no decir que La Latina dio su nombre a una estación del Metro y al teatro de Lina Morgan.
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