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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un cuento moral

PARA EL primer ministro británico, John Major, quizá fue en su día apenas un eslogan político: back to basics (regreso a los fundamentos). Pero, como consecuencia de una serie de pequeñas hecatombes, aquella ocurrencia se ha convertido en una nueva demostración de la debilidad de su liderazgo y de las enormes dudas que en su propio partido alienta su figura.En las últimas semanas, y con un aire apenas disimulado de rechifla pública, han menudeado las filtraciones a la prensa británica de relaciones personales non sanctas de miembros de su Gabinete o del partido, como los dos hijos fuera del matrimonio del ya ex ministro Tim Yeo, el viaje al extranjero de un notable tory con otro hombre con el que compartió alcoba y, con carácter más dramático, el suicidio de la esposa de un prohombre conservador, también por razones de conducta personal. Mientras John Major alzaba la respetable bandera moral, su partido parecía querer escenificar la opereta El Congreso se divierte.

Lo más terrible para Major ha sido su inepto manejo de la situación. Los instintos del primer ministro, un hombre en absoluto representante del ala más victoriana de su partido, están del lado de la tolerancia, del no juzgar si no quieres ser juzgado; de separar, en suma, vida política de vida privada. Por ello, su primera reacción ante la afición de su ministro a tener hijos fuera de nómina fue la de salvar al hombre y el cargo. Posteriormente ha tenido que rectificar, explicar, matizar; y destituir.

No se trata aquí de sostener la irrelevancia de cualquier conducta privada en relación con el desempeño de un cargo público. Si, como era el caso de Yeo, un ministro se convierte en propagandista de las fidelidades más clásicas y se descubre que en su vida personal hace de su capa un sayo es relevante que eso se tenga en cuenta para juzgar su conducta pública. Una cuestión muy diferente sería defender, en cambio, la existencia de una relación forzosa y directa entre una competencia suma y probada en determinado que hacer público y, por ejemplo, los hábitos personales de quien desempeñe ese cargo en la esfera de lo privado. Hay un campo de lo personal que sólo pertenece a cada ser humano, y que no ya la prensa, sino la sociedad misma, tiene que ser sumamente cuidadosa a la hora de atreverse a juzgar.

No es fácil predecir si el back to basics augura o no un golpe de moralización en lo personal de la vida pública en el Reino Unido, como lo es el movimiento de la moral majority abanderado por la reacción neoconservadora en Estados Unidos. Las sociedades no son inmutables, y la vida amorosa de John Kennedy no parecía suponer en los años sesenta mayor inconveniente para una presidencia que la posteridad juzga de manera básicamente positiva. Ilustres estadistas, también en el Reino Unido -recuérdese a Churchill-, compaginaron pasiones íntimas poco ortodoxas con una gestión política providencial para su patria. Los hombres de tal calibre histórico no requieren de la hipocresía; basta con que guarden las formas.

El presidente Clinton también se ve ahora bajo la acusación de haberse permitido determinadas alegrías extraconyugales durante su gobernación de Arkansas. ¿Quién puede atreverse a afirmar, sin embargo, que, de ser ciertas esas acusaciones, sería hoy Clinton mejor o peor presidente de Estados Unidos? Su ventaja respecto a Major consiste en que a él nadie podrá acusarle de la imprudencia de lanzar la primera piedra y saltarse con ella un ojo.

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