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Carretas

Me enteré que el cine Carretas estaba en venta, que se cerraba y no precisamente por la crisis, sino por un exceso de público. Esa precisamente es la razón de su cierre anunciado, las 2.000 entradas diarias que hacen del Carretas el cine más transitado de Madrid. Los dueños, tan moralistas y rectos ellos, han tardado varias décadas en percatarse de que el Carretas no es un cine;. que el Carretas representó un viaje iniciático. Toda una excursión al lugar del vicio.Fue el sitio de los encuentros furtivos de los hombres que buscan hombres. Unos se escapaban al mítico Tánger de la beat generation y los moritos de saldo. Otros se tenían que conformar con el olor seminal, el cruce de jadeos, el ajetreo continuo, el ruido de asientos, el cambio de fila, la mirada furtiva, el acercamiento nervioso, el sudor, la carne triste y el sexo frustrado. Eso ofrecía por unos cuantos duros este cine que fue la morada, la insegura residencia en la tierra que tuvieron en Madrid toda una tribu de sarasas, sodomitas, locas, julas, mariposas, bujarras, veletas, huecas y otros muchos nombres que -como recuerda Ramoncín en su tocho cheli- han tenido todos aquellos que se daban al arriesgado juego del uranismo.

Uno de sus asientos de las últimas décadas fue el Carretas. Todos sabíamos lo que sucedía en su interior. Los heterosexuales, los que no queríamos ser confundidos con los del "buen caber", nunca íbamos a ese cine.

Yo fui una vez. Una tarde de invierno y novillos, con una amiga curiosa y cinéfila; ponían Un verano con Mónica, una de Bergman de la que apenas recuerdo una morena sensual e inquietante, un velado erotismo que nadie atendía. ¿Para qué mirar la película si el deseo andaba desatado por todo el cine?

Lo prohibido y lo sórdido se sentaban en la fila de delante, en el asiento contiguo. La chica y yo nos dimos la mano y nos sentimos sexualmente correctos.. Éramos jóvenes y progres, españoles y heterosexuales, cinéfilos y bergmanianos. Las desgracias nunca vienen solas. No nos enteramos de la película, pero nos dio la sensación, de tener el diablo en el cuerpo. Era como pecar por morbosidad.

No había vuelto al Carretas. El otro día, cuando me enteré de su cierre inminente, me acerqué a mirar las carteleras de la entrada, se anunciaba Delitos y faltas, de Woody Allen. Sonreí. Se me acercó un hombre de aspecto hosco y olor a vino barato, había salido del cine, me miró, no me dijo una palabra, me escupió.

Pensé que se había guardado aquel gesto desde aquella tarde que en vez de mirar Un verano con Mónica, miraba un festín al que no estaba invitado. Me lo merezco. Nunca volveré al Carretas.

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