¿Huelga Proletaria o huelga polítíca?
La huelga del díla 27, considera el autor, es "proletaria" por su forma, ya que, erosiona al Estado, y "política" por su meta, ya que no beneficia a los que la hacen sino a los que la convocan.
El Gobierno o la patronal interpretan cada uno la próxima huelga a su manera, centrándose en si es o no el legítimo ejercicio de un derecho fundamental. Pero esa cuestión, con ser importante -lo discutimos en las constituyentes, la ha explicitado la jurisprudencia y analizado la doctrina-, se queda en la superficie. Lo radicar consiste en aclarar la calificación histórico-política de esta huelga. Utilizando las categorías de Sorel, ¿es proletaria o política o, tal vez, ambas cosas a la vez? Y, en uno y otro caso, ¿cómo se articula la, huelga general así calificable y calificada con nuestro sistema democrático?La sociedad contemporánea se ha corporativizado. El ciudadano ha sido paulatinamente sustituido por el hombre concreto. Pero, además, esta concreción se ha fragmentado en una pluralidad de condiciones y centrifuga intereses muy diversos. Las clases, tal como las categorizara Marx, no existen hoy, y no otro es el origen de las dificultades y ambigüedades que actualmente padece por doquier el movimiento obrero. Los mismos sindicatos, cuya vocación parece responder a una organizacion de clase, están muy lejos de ser tal por su propia composición tanto como por su extensión y, en el mejor de los casos, son unos de los muchos grupos organizados que responden a los intereses particulares de los militantes y, a tenor de experiencias bien recientes, de los dirigentes.
Pero ya en época de Sorel (1908) era así, y la genialidad del teórico de la huelga general revolucionaria consistió en intuir la función de la misma como mito movilizador y sintetizador. En efecto, lo que Sorel calificó de huelga proletaria servía para oponer a quienes detentaban el poder, el Estado, a los huelguistas, universal dinámico capaz de integrar, bajo una sola dimensión, los más diversos sectores sociales y movilizar en una misma dirección muy diferentes frustraciones. De esta manera, los hombres, distintos por concretos, los grupos heterogéneos y divergentes, se reducían a un común denominador.
Y así ocurrió en gran medida el 14 de diciembre de 1988 y así se intenta que ocurra otra vez. La motivación de la huelga, entonces como ahora, no es capaz de parar España entera si no consigue integrar en una sola actitud lo que son reivindicaciones e irritaciones muy distintas. No sólo las de los que temen la precarización del empleo o los que sufren en cabeza ajena (por definición, los parados no debieran poder contribuir a la huelga) el desempleo, sino la masa ingente de usuarios descontentos del catastrófico funcionamiento de los servicios públicos, de pacientes maltratados en la Seguridad Social, de pensionistas mezquinamente retribuidos y de contribuyentes esquilmados. ¿No podrá ser ésta, como fue aquélla, no tanto una huelga de obreros reivindicativos como de consumidores, asaltados, enfermos y contribuyentes, en una palabra, de ciudadanos frustrados e inermes? Pero esto es precisamente la huelga proletaria, no la que realizan los proletarios, que en gran medida ya no existen, sino la que convierte por un día en proletarios a individuos y sectores, descontentos todos ellos. aunque por razones muy diferentes y a veces contradictorias entre sí.
Ahora bien, la naturaleza mítica pone de manifiesto la irracionalidad suprema de este tipo de huelga. De ahí, que cuantos argumentos se han dado y se den sobre su esterilidad a la hora de modificar políticas económicas inevitables y su negatividad en cuanto a la superación de la crisis de confianza que España vive se refiere, resultan inútiles. Los argumentos resbalan sobre la convocatoria porque no se trata tanto de mantener el empleo y, menos aún, de crearlo por vías que se sabe no llevan a parte alguna, o de conservar imposibles prestaciones sociales, sino de integrar en un contrapoder, sindicalmente dirigido, un malestar difuso.
Y esa irracionalidad es lo que opone la huelga general proletaria a la racionalidad del Estado democrático de derecho. Por eso se discutirá con mayor o menor agudeza sobre la legitimidad constitucional de la huelga, sin llegar nunca a resultado alguno, porque si, formalmente, los huelguistas no hacen sino ejercer un derecho fundamental reconocido en el artículo 28.2 de nuestra norma suprema, todo el mundo sabe que la intención de la huelga es poner en tela de juicio las decisiones lícitas de las instituciones políticas democráticamente legitimadas. Y que dicha intención sólo puede prosperar obviando no sólo los propios condicionamientos constitucionales de la huelga (los servicios mínimos), sino el derecho de los ciudadanos a no secundarla, tan respetable al menos como el de los sindicatos a convocarla. Los piquetes informativos, que todos sabemos coactivos, son la evidente expresión de que la huelga general no es el ejercicio de un derecho fundamental como los demás, sino una impugnación de la legitimidad de las instituciones democráticas, una especie de versión actualizada del viejo derecho de resistencia.
¿Y qué es lo que esta huelga pretende? Yo no quiero entrar en un juicio de intenciones, pero no puedo pensar que los promotores de la huelga del próximo día 27 tengan in mente, como Sorel propugnara, la impugnación del Estado democrático y de su orden constitucional. Antes, al contrario, creo en la plena lealtad constitucional de nuestras organizaciones sindicales y de sus dirigentes. No sólo la propia Constitución les ha dado relieve constitucional, sino que ellos se encuentran perfectamente insertos en el aparato estatal. A todos los efectos, los dirigentes sindicales son altos cargos del sector público, los sindicatos se nutren -algo que Sorel nunca sospechara- de los presupuestos del Estado, y existen órganos y procedimientos numerosos en los que contribuyen a la adopción de las decisiones políticas.
Por eso, su intención, una vez utilizada la integración mítica, propia de la huelga general proletaria, consiste, ni más ni menos, que en un cambio de política o, mejor aún, de políticos. Se trata de lo que Sorel calificara de "instrumento de cambalache", de utilización estratégica de la reivindicación obrera y de la frustración social, en parte imputable, con razón, a los políticos en beneficio de otros políticos. De un partido frente a otro partido, de unas organizaciones frente a otras organizaciones, de unas directivas frente a otras directivas. Pero no a través de las elecciones periódicas en las que participan todos los ciudadanos, sino por otros cauces cuya llave está en manos de instancias bastante menos abiertas y representativas.
La huelga del 27 de enero, si por la forma es una huelga proletaria, por la meta es una huelga política. Por proletaria, erosiona, al Estado, y por política no lo hace en beneficio de quienes la protagonizan, si es que este beneficio fuera posible más allá de las ilusiones y los afectos a los que el mito sirve de catarsis, sino de los que la convocan, explotan y capitalizan.
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