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El largo sueño de Jose Mario Armero

El autor reflexiona sobre hechos ocurridos desde mayo de 1992 hasta 1994, período en el que el periodista José Mario Armero permaneció, a causa de una grave dolencia, en un largo sueño del que acaba de despertar.

La primera buenísima noticia de 1994 es que José Mario Armero ha despertado de su largo sueño de más de un año y medio, víctima de un derrame cerebral. José Mario es uno de los mejores personajes de la transición y está en condiciones de ejercer de protagonista de una obra de J. B. Priestley, con un año y medio sin mirada sobre la realidad, sorprendido por la constatación de lo que pasaba en España cuando se durmió y lo que pasa cuando ha despertado. Se ha sorprendido y lo ha puesto por escrito. Mayo de 1992. Todo lo que se ha hundido estaba a flote, desde KIO hasta Banesto, desde correr en la locomotora de Europa hasta los beneficios a obtener después de los Autos Sacramentales de la Modernidad (Juegos Olímpicos y Expo de Sevilla). Se durmió en plena orgía triunfalista y se despierta con otra huelga general en puertas, en plena desmesurada psicosis colectiva de catástrofe. Recuerdo mi propia experiencia al borde de los Juegos Olímpicos y la Expo y cómo llegué a considerar mi distancia crítica como un producto de la obstinación en sospechar del poder como orquestador de simulacros. En cierto sentido me autoreprochaba el papel que pudiera ejercer mi sustrato ideológico en la incomprensión de tanto pragrnatismo triunfal. Llegaban a mi casa colas de corresponsales extranjeros que venían a pedir mi "visión crítica" de la situación, después de haber pasado por el Ayuntamiento a recolectar la opinión optimista de Maragall.. Es decir, me habían atribuido el papel de Pepito Grillo y hacia julio me cansé de ejercerlo, cerré el consulting crítico y me fui de Barcelona para ver tanto fasto por televisión y gozarlos como lo que fueron, dos impresionantes espectáculos, dos magníficas muestras de que a cultura del simulacro no nos ganaba nadie.No creo que a Armero le haya regocijado esta sensación de pesimismo y frustración que tanto autocomplace, como no me regocija a mí, pero la parábola del observador dormido durante un año nos puede servir a todos para una reflexión sobre la cultura del poder y la cultura cívica en esta España gobernada durante una década por un partido que fue joven y renovador, aquel PSOE de 1982. Si el optimismo de mayo de 1992 no tenía fundamento, alguien mentía, se mentía, nos mentía... sea desde el desconocimiento, desde la mala fe o de una nefasta utilización de las razones de Estado, es decir, de la cultura del viejo poder. El desconocimiento es difícilmente imaginable en gobernantes tan masters y tan telefónicamente unidos con Bush, con Delors, con la OCDE y el Fondo Monetario Internacional, como terrenalmente asesorados por especialistas en lo divino y lo humano que optaron por convertirse en intelectuales orgánicos de la modernidad. Desde la mala fe, ni lo sospecho, porque con ella sólo cabe concebir una lógica de cómic conspiratorio, ante lo contundente del despertar que ha puesto en evidencia el largo ensueño de la modernidad, como objetivo cultural que heredó el impulso de la democratización.

Sólo quedan, pues, las razones de Estado para que el poder no se haya sincerado ante la opinión pública, introduciendo así una nueva cultura exigible a una formación política hegemónica de izquierdas que no sólo perseguía meterse en la fortaleza del Estado, sino transformarlo, y entre esas transformaciones, la relación de transparencia con la ciudadanía. En ninguno de los graves quebrantos de la confianza pública hacia las pautas del poder se ha visto la transformación de esa relación: ni cuando nos atlantizaron por razones "orgánicas" (Rodríguez de la Borbolla llegó a poner los "órganos" encima de una mesa), ni cuando secundamos logísticamente el asesinato de la ahijada de Gadaffi, ni cuando ayudamos a tirar bombas inteligentes sobre el pueblo iraquí, ni cuando nos íbamos despegando de la Europa de la primera velocidad para caer en la de la cuarta, ni cuando sonaban todas las señales de alarma de la corrupción, de KIO, de todo lo que les cuelga, ni cuando se fragua una seria mutilación de los derechos adquiridos por los trabajadores a lo largo dé siglo y medio de luchas y sacrificios. No. El poder no cambió de pautas, al contrario, se ensimismó. Redujo el respaldo gubernamental a un contubernio corporativista entre políticos profesionales que se limitaban a dar el visto bueno a lo que se pactaba por teléfono o en las sobremesas, y tanto fue el abuso de esa práctica del ocultismo que cuando algún asunto devenía público, como en el caso de la negociación de la Ley de Huelga, el poder político supremo hizo tantas veces el ridículo que consiguió atrofiar el mismísimo sentido del ridículo. Simplemente, estaba tan contaminado que ya no sabía decir ni decirse la verdad.

Al despertar, José Mario Armero ha podido ver cómo Felipe González y el señor Aznar se reúnen en secreto en una residencia privada de terceros para repartirse la lógica de los acontecimientos y ¡quién sabe! si para establecer el trance sucesorio a lo Cánovas y Sagasta. ¡Quién se lo iba a decir a don Emilio Romero! Tantos años recordándonos lo de Cánovas y Sagasta como referentes de antiguas. moderaciones colectivas y ahora resulta que tenemos en González y Aznar los bonsais de aquellos prohombres. Y de lo que ellos dos hablen depende lo que piensen y hagan sus estados mayores, y así por orden decreciente hasta Regar al Parlamento y a sus zonas de influencia dentro del poder mediático. ¿Qué queda' de aquel sueño de la democracia profunda, participativa, corresponsabilizadora? Ni siquiera haría falta que se reunieran. Podrían ponerse de acuerdo por fax. De mayo de 1992 a enero de 1994. Pero si ampliamos el periodo del sueño y lo convertirnos en una década... Larga salud, José Mario, y recuerda, recuerda... que recordar es volver a vivir.

Manuel Vázquez Montalbán es periodista y escritor.

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