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Tribuna:LA HUELGA DEL 27-E
Tribuna
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Sí hay salida

Los autores consideran que la huelga era inevitable desde el momento en que el Gobierno decidió que la ley era innegociable.

La huelga general del 27-E es una acción no deseada por sus promotores y, sin embargo, constructiva y positiva. Quizá como nunca en el pasado, los sindicatos estaban deseosos de llegar a acuerdos y existían condiciones para el consenso. En momentos de recesión es la solución más ventajosa y razonable para el país y para las partes implicadas. Pero todo acuerdo es siempre el acuerdo posible en ese momento, teniendo en cuenta el limite al que pueden llegar cada uno de los protagonistas en sus concesiones mutuas. El. Gobierno no ha actuado con esta filosofia. Ha impuesto lo que él entendía que era necesario y así es imposible el entendimiento. A partir de aquí, la respuesta de los sindicatos era perfectamente previsible. El movimiento sindical español, o de cualquier país, no puede aceptar que le trastoquen el mercado de trabajo y todo el sistema de relaciones laborales en una dirección contraria a los intereses de sus representados, sin dar una respuesta contundente. Lo contrario hubiese significado, en efecto, un cierto suicidio de los sindicatos.La reforma laboral planteada por el Gobierno, y desencadenante de la huelga general, constituye algo mucho más importante que un mero cambio legal. Es una transformación de la cultura europea en cuanto a cómo enfocar las cuestiones que tienen que ver con el trabajo. Porque no sólo deslegaliza y desregula a éste. Se ejecuta contra una parte de los agentes sociales, con el beneplácito no disimulado de la otra.

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La reforma laboral que ha originado la convocatoria de huelga es una enmienda a la totalidad del actual sistema regulador del trabajo. Y ello para producir, se dice, empleo, cuando no hay ninguna teoría económica ni práctica contrastada que relacione convincentemente flexibilidad laboral con aumento del empleo. Ni hay correlación solvente entre disminución de salario y aumento de competitividad.

La reforma laboral, del Gobierno no hace sino sancionar prácticas que hoy existen vergonzantemente en la economía sumergida, y que se resumen en: seco descenso en el coste de la mano de obra; debilitamiento, aún mayor si cabe, de la estabilidad en el empleo; movilidad laboral sin compensaciones. Éstos son los objetivos básicos de la reforma y no cabe ocultarlos con terminología dulcificadora.

El contrato de aprendizaje (hasta 28 años), cuyos supuestos fines formativos -que exigen planificación y preparación previa- son incompatibles con la fórmula urgente escogida del Decreto-ley, esconde un subterfugio de mano de obra infravalorada, de resonancias decimonónicas. De otro lado, se arrancan, y separan de la solidez de la ley (Estatuto de los Trabajadores) y se entregan completamente a la negociación colectiva -en un momento de debilidad sindical- cuestiones tan importantes como el desarrollo y precisión de los contratos de trabajo, la duración máxima del periodo de prueba, la antigüedad, los ascensos, el salario, la jornada, la movilidad funcional y geográfica y la modificación de las condiciones de trabajo, la excedencia voluntaria, la suspensión y extinción de contratos por causas económicas. Además, también se devalúa al convenio, en cuanto depósito de derecho consolidado: siempre se empezará la negociación a cero.

Para la otra parte, el empresariado, todo son facilidades: el Gobierno ha congelado por vez primera los costes fiscales y sociales del trabajo, pero ha aumentado la cuota obrera a la Seguridad Social; se ha abaratado el coste de contratación para jóvenes con un aprendizaje que puede llegar a 23.000 pesetas al mes, y se han abaratado también netamente el despido individual (hasta nueve trabajadores a 20 días por año, menos de la mitad que lo vigente ahora), así como los salarios de tramitación de los despidos colectivos. Es, sin duda, una gran tentación para que el ajuste se haga siempre a costa del empleo, y del empleo precario, a pesar de que la productividad del trabajo ha aumentado en un 270% (!) en los últimos 30 años en España, y de que toda la rigidez del actual sistema no ha sido obstáculo para que en los dos últimos años se hayan destruido 811.000 empleos. Es sabido que en tiempos de crisis la flexibilización laboral incontrolada conduce no a un reparto del empleo, sino del desempleo.

Se ha dicho acertadamente que la reforma laboral es tan fuerte que era imposible pactarla con los sindicatos. El fondo condiciona la forma. El Gobierno, es cierto, no ha adoptado la política de Thatcher -golpear y desapoderar directamente a los sindicatos-, pero la vía de desposesión de derechos laborales y precarización conducirá también a esos resultados si a los sindicatos les es cada vez más dificil el cumplimiento de su función representativa.

Desregular el mercado laboral, eliminar derechos reconocidos y mantener, al tiempo, el poder omnímodo del capital en la empresa es ecuación inaceptable, retrógrada y, a la postre, ineficiente. Porque sustraer de la ley protectora derechos de los trabajadores para pasarlos a la negociación colectiva puede ser asumible si se produce, al tiempo, un mayor equilibrio de poderes en la empresa; en la situación actual significa la mera indefensión de la parte más débil.

Se sostiene, con argumento cuasi supremo, que aquellas reformas nos equiparan con Europa. Es rotundamente falso. No hay en la Unión Europea un contrato como el de aprendizaje. El coste del despido (indemnización) es hoy en España menor que en Italia, Bélgica o Francia, y similar al de Alemania, como se deduce del Informe Segura sobre reforma del mercado de trabajo entregado al Gobierno. Además, no es honesto equiparar con Europa en unas cosas y diverger en otras. Es de suponer que los sindicatos aceptarían una reforma del mercado y relaciones laborales en las que se incluyera, por ejemplo, el sistema de derechos de los trabajadores y sus representantes en las empresas vigentes en Alemania.

Todavía hay salida para esta situación, indeseable para el país. Todavía se está a tiempo de reconducir el problema. Está pendiente el acordar la política de rentas; y se pueden y debe corregir en el Parlamento aspectos contraproducentes de las reformas en marcha, especialmente en el contrato de aprendizaje y en el Estatuto de los Trabajadores. Tras la huelga tiene que llegar la negociación.

La situación económica es muy delicada y el malestar social profundo. Mas no será con el desencuentro social y la imposición como mejorará la situación. España, en democracia, siempre ha salido adelante en las situaciones difíciles con la negociación y el acuerdo. Será necesario hacer sacrificios -ya se están haciendo-, pero tienen que repartirse con equidad. Colocando a los sindicatos contra las cuerdas y orientando las alianzas políticas hacia la derecha, no es posible llevar adelante una política de progreso; sólo se labra el propio fracaso.

Todos tenemos que reflexionar, sin duda, porque tampoco se arreglarán las cosas aumentando salarios por encima del IPC, no cuidando el déficit, pretendiendo que nada cambie en un momento de profundas transformaciones socioeconómicas o planteando propuestas que, aquí y ahora, resultan imposibles cuando no disparatadas. Una política de progreso, en fin, que tenga por objetivo salir de la crisis con equidad e impulsar la democracia, exige alianzas políticas también de progreso y acuerdos con los agentes sociales. Precisamente lo contrario de lo que está sucediendo ahora. Esperemos que después del 27-E se produzca una reflexión colectiva en el conjunto del área progresista que permita gobernar las cuestiones económicas y políticas por el camino del acuerdo, de la solidaridad y el progreso.

Nicolás Sartorius y Diego López Garrido son dirigentes de Nueva Izquierda.

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