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Occidente y la libertad del Este

Adam Michnik

Occidente no sabe qué hacer con la libertad recuperada por los antiguos países comunistas de Europa central y del Este como consecuencia de la rebelión de sus sociedades en 1989 y de la posterior desintegración de la Unión Soviética.Con la desaparición del comunismo desapareció también el principal elemento que unía a los occidentales. El miedo a la Unión Soviética y al comunismo fue durante decenios el catalizador de la inmensa mayoría de las medidas encaminadas a fortalecer las instituciones democráticas del mundo occidental. Al desaparecer, se derrumbó la identidad de Occidente y comenzó la crisis. La marcan la tenaz oposición de algunos países ante el Tratado de Maastricht, la terrible catástrofe política de Italia y los dramáticos problemas de la unificación de Alemania, por citar solamente algunos ejemplos entre los fenómenos que desestabilizan hoy la situación en Europa occidental.

Somos testigos de cómo se debilitan a diario los atributos que hacían de Europa occidental un símbolo de la democracia y del respeto de los derechos humanos, puestos a una durísima prueba por las atrocidades de la guerra de Yugoslavia, a la que no se sabe dar solución.

Los brotes de xenofobia en Alemania, el éxito en Italia de la Liga Lombarda y de los neofascistas y las tendencias separatistas en Bélgica son pruebas de que Europa occidental se enfrenta a una crisis muy profunda. El ángel de la democracia, antes tan potente, está siendo desplazado por el diablo del populismo y del chovinismo.

Los demócratas de Europa central y del Este no culpamos, ni mucho menos, a Occidente de todos los fracasos, y somos conscientes de que nuestras sociedades, con su falta de preparación y desmesuradas ilusiones que culminan en una frustración general, también contribuyeron al debilitamiento de la democracia occidental. Cuando en 1989 se derrumbó en Polonia el comunismo, éramos, en muchos sentidos, la esperanza del mundo. Occidente y los pueblos aún sojuzgados nos admiraban. Disponíamos de Solidaridad y de Walesa, símbolos de la lucha victoriosa contra el totalitarismo; de una Iglesia de enorme prestigio moral; de un Papa identificado en el Este con la lucha por la libertad, y de un plan de reformas económicas, firmado por Leszek Balcerowicz, que, aunque exigía grandes sacrificios, aseguraba la recuperación del país.

Nos bastaron solamente cuatro años para malograr irremisiblemente todas esas bazas. Solidaridad se convierte cada vez más en un sindicato marginal; Walesa cuenta con el apoyo de apenas la cuarta parte de los polacos; la Iglesia, en la que triunfó el espíritu de las cruzadas, ha dejado de ser la autoridad moral indiscutible, y las reformas de Balcerowicz han sido desprestigiadas por el populismo. Polonia ya no es admirada por nadie y a nadie puede servir como punto de referencia para la creación de una sociedad mejor. El proceso tenía que acabar, por fuerza, con el retorno al poder de las fuerzas del pasado. El 19 de septiembre de, 1993, los ex comunistas agrupados en la Alianza de la Izquierda Democrática y sus aliados de siempre, los agraristas del Partido Campesino Polaco, consiguieron un espectacular triunfo en las elecciones parlamentarias. El poder volvió a sus manos.

Es cierto que se podría hacer también un balance positivo de los últimos cuatro años polacos. Al fin y al cabo, las reformas económicas, a pesar de haber sido saboteadas y criticadas despiadadamente, han encauzado a Polonia hacia una economía de mercado más o menos normal y empiezan a dar sus frutos., También es cierto que las fuerzas políticas próximas al comunismo que ahora gobiernan en Polonia lo hacen por primera vez en la historia legitimadas por un triunfo electoral totalmente democrático. Sin embargo, esos logros no bastan para ocultar el gran fracaso sufrido por las fuerzas que durante decenios combatieron la dictadura comunista. Un escritor polaco definió ese fracaso como "gran derrota en la batalla por la memoria del pueblo".

Hoy, cuando tan cerca de Polonia vuelven a ondear las banderas rojas y pardas, cuando uno de cada cuatro rusos votó al fascista Zhirinovski y uno de cada cinco a los comunistas que durante 70 años les impidieron ser libres, esa memoria tiene que reaparecer y reaparecerá, porque Polonia siempre supo encontrar una respuesta a los retos de la realidad, aunque, por desgracia, con frecuencia tuvo que ser una respuesta heroica. Esperemos que esta vez, la que encuentre, sea ante todo pragmática.

Adam Michnik, cofundador de Solidaridad, es director del periódico polaco Gazeta Wyborzca.

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