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"Nueve muertos tienen, mucha fuerza"

Felícita Benítez Romero, una mujer de 60 años, lloraba mansamente a solas en la salita contigua al lugar donde acababa de celebrarse la vista. "Mi hijo. Mi hijo... Un hombrón de 28 años, con la carrera terminada, y que nunca la podrá ejercer...". Los guardias la habían acompañado después del tumulto protagonizado por el público en la recta final del juuicio. "¿Por qué ellos pueden hablar y nosotros no?".La indignación de la veintena de vecinos de Puerto Hurraco que se encontraban en la Audiencia alcanzó su punto álgido cuando el presidente del tribunal preguntó a los acusados, de uno en uno, si tenían algo que alegar. Con infinita paciencia -cualidad de la que Ramiro Baliña hizo gala durante todo el proceso, tanto con los inculpados como con los fotógrafos-«, el se dispuso a escuchar primero el alegato de Emilio Izquierdo y, a continuación, el de su hermano.

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Emilio, algo perdido, afirmó: "Lo que tengo que decir ya se lo diré a usted". "Este es el momento oportuno que marca la ley", suspiró el juez. Y añadió: "Pero no ofenda. Hable de hechos". Inútil, porque él y su hermano Antonio se embarcaron en confusas diatribas contra la acusación particular hasta que surgió un rugido: "¡Asesinos! ¡Cabronazos! ¡Hijos de puta!". "¡Nueve muertos tienen mucha fuerza!".

Nada podía detener a la gente, que soltaba todos los agravios acumulados. El tribunal amenazó con desalojar, pero la rabia se desbordaba: "¡Criminales! ¡Que los cuelguen!". "¡Mi hijo! ¡Por el amor de Dios!", sollozaba Felícita. Una voz masculina: "¿Dónde está la justicia?". "Y tú, cara de lechuguino, ¿cómo tienes cojones de salir a defenderlos?".

Pánico de los acusados

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Fue la única vez que los acusados perdieron el cinismo, pero seguramente se les borró la compostura porque sintieron miedo. Había pánico en sus ojos y estaban solos, esposados, indefensos ante aquéllos cuya vida arruinaron por la fuerza de las armas.

Ahora, las escopetas Franchi yacían sobre la mesita de las pruebas, y ellos no podían hacer otra cosa que confiar en que los agentes d e policía les sacaran de allí, de la sala rebotada de ira. Cuando se escabulleron, protegidos por los guardias, el público siguió gritando y llorando, dando rienda suelta a sus sentimientos. Ángela Sánchez Murillo, una mujer de treinta y pocos anos que perdió a su marido y a su suegra, y cuyo hijo Gabriel, de nueve años, está cojo y con una mano inutilizada para siempre, alzaba el puño y pedía justicia.

Atónito, el presidente optó por retirarse, seguido de los letrados, sin dar por terminada la vista. Los vecinos se quedaron en la sala, protegidos de la indiscreción periodística y de la zafiedad de unos cámaras de Tele 5 que llegaron a última hora, como elefantes en cacharrería.

Cuando salieron los Izquierdo, la sala quedó impregnada por un tufo maléfico. En otra época la habrían exorcizado con un botafumeiro.

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