Niños a la carta
"Es muy difícil gobernar las costumbres por ley en un momento en que las ciencias, y sobre todo la biología, avanzan muy rápidamente". El presiden te François Mitterrand ha puesto el dedo en la llaga del dilema al que se enfrenta la sociedad de este final de siglo con las posibilidades que ofrece la biotecnología en aspectos tan delicados como el de la fecundación artificial. Reglamentar la aplicación de la ciencia no es una necesidad nueva, pero ahora los legisladores tienen considerables dificultades para mantener el ritmo del desarrollo científico. Su actuación, por lógica, está rodeada de controversia cuando afecta a cuestiones tan íntimas y trascendentes a un tiempo como la procreación.Desde que en la década de los setenta (1978) una mujer infértil pudo engendrar un bebé por medio de técnicas de fecundación asistida, las posibilidades de ayudar a nacer de forma artificial, y también a nacer sin taras, se han multiplicado. Es factible científicamente elegir el sexo, manipular aquellos genes que transmiten enfermedades hereditarias, hacer madres a mujeres menopáusicas, engendrar un hijo cuyo padre es un simple registro en un banco de semen y también escoger el color de la piel por la raza de la donante del óvulo.
Las plantas y los animales son terrenos de aplicación admitidos para manipulaciones. Sólo cuando afecta al ser humano se plantea el debate ético. La Iglesia católica rechaza toda intervención en el proceso natural de la concepción. Pero incluso los sectores más conservadores de la sociedad aceptan hoy las ventajas de los nuevos métodos científicos, siempre dentro de unos límites sociales y biológicos.
Quienes rechazan el acceso de las mujeres menopáusicas a la fecundación artificial -lo que pretende la ley debatida en el Senado francés- presuponen que por su edad están menos capacitadas que las drogadictas o afectadas por enfermedades mentales y transmisibles, pero jóvenes, a las que no se impide la maternidad. Es difícil de justificar una ley que prohíba a las mujeres un método que les abre las puertas a algo que la naturaleza siempre permitió al hombre. ¿Por qué rechazar también, se preguntan algunos especialistas, la posibilidad de que en un futuro próximo todos los seres humanos nazcan libres de enfermedades hereditarias mediante el diagnóstico embrionario? El diagnóstico prenatal ya es habitual en las sociedades desarrolladas y muchos concluyen en abortos. Otra cuestión pendiente está en la financiación de estos costosos métodos en una sociedad de bienestar en crisis.
Esta reglamentación, pedida con insistencia estos días en el seno de la Unión Europea, debe debatirse en profundidad. Dentro de unos límites claros, que impidan el abuso y el atropello de la dignidad del niño, no puede negarse a reconocer las posibilidades de mejorar las condiciones de vida del ser humano, de hacerlo más feliz en definitiva. Ése es el sentido último de la ciencia y debe serlo de las leyes.
España fue, en 1988, el primer país del mundo en contar con una legislación específica sobre esta materia, la Ley de Técnicas de Reproducción Asistida. Este texto resulta permisivo en algunos supuestos, simplemente porque cinco años atrás ni siquiera la ciencia los había previsto. Es evidente que se impone su revisión, y eso cuando aún no está desarrollado su reglamento.
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