El congrejo ermitaño
Cuando Josep Antoni Duran Lleida se hizo con el liderazgo de Unió Democrática de Catalunya en 1987, se propuso un objetivo, aunque entonces renunciara, a explicitarlo: transformar el histórico y minúsculo partido democristiano de un club de compañeros de viaje de Convergència en una sólida alternativa nacionalista. Los democristianos catalanes, en vías de extinción como sus correligionarios del resto de España (salvo el PNV) tras las primeras elecciones, apostaron certeramente en 1979 y se encaramaron a la grupa de un caballo con futuro: Jordi Pujol.
Ocho años después, la vieja guardia del, partido que dormitaba apaciblemente a la sombra de Pujol dejaba paso a este abogado leridano de 41 años, que ha planteado una paciente estrategia de cangrejo ermitaño, convencido de que el tiempo, con el horizonte del año 2000, juega a su favor. Para ello ha tenido que aceptar resignadamente que Unió haya sido una perfecta desconocida en el mapa político español, donde las siglas CiU no son otra cosa que el partido de Pujol y Roca.
Su apuesta de futuro se basa en el convencimiento de que Convergència es una amalgama cohesionada en torno a ese incuestionable eje vertebrador opal de paller llamado Jordi Pujol y al siempre eficaz atractivo del poder, que será incapaz de perpetuarse como proyecto cuando su líder decida jubilarse. Cree Duran que saldrá airoso de la recomposición de fuerzas nacionalistas, con dos armas: una definición ideológica homologable en todo el mundo, que abre puertas insospechadas -el propio Duran, vicepresidente de la, Internacional Democristiana, es uno de los mejores embajadores de Pujol-, y una política española mucho menos comprometida que conecta mejor con una Darte del electorado nacionalista marcado por la permanente reticencia hacia todo lo español.
Porque el nacionalismo catalán -independentismo al margen- no es el todo homogéneo que la figura de Pujol invita erróneamente a percibir. Ni lo es hoy, ni lo fue en el pasado: Maciá no era Cambó, n i la Esquerra fue la Lliga. Esa diversidad está presente en la propia Convergència. Lo evidencia la infinidad de problemas que Roca ha encontrado en su propio partido en estos años y que se han agravado en cuanto el panorama político español ha puesto a los nacionalistas ante la necesidad de definirse sobre la gobernabilidad de España como no había ocurrido desde hace más de una década.
Hasta hoy, los intereses de Unió y de Pujol han sido complementarios y nada hace prever, pese al último chirriar de engranajes, que las cosas vayan a cambiar. Las reticencias del presidente de la Generalitat hacía los compromisos a los que conduce la estrategia de Roca quedan complementadas por las fintas de Unió y le sitúan en el cómodo papel de árbitro.
Duran ha calculado bien el momento de dar su
golpe de efecto, de colocar a Unió en el mapa político de España, porque su exabrupto no implica
ninguna catástrofe y, en cambio, refuerza su imagen de consecuencia nacionalista por encima de la lógica mercantilista de los pactos a los que supuestamente conduce el roquismo. Pasado mañana, pocos se acordarán de este incidente, pero en CiU ya son muchos los convencidos de que ha comenzado la batalla por la sucesión. Los seguidores de Roca ya sueñan con dejar sola a Unió desde hoy, cuando aún es impensable que pueda valerse por sí misma más ; ermitaña que cangreja, porque saben que no será Duran quien rompa la baraja mientras sea Pujol quien reparta juego.
En el año 2000, Jordi Pujol tendrá 70 años, Roca 60 y Duran sólo 48. Y es que el tiempo no corre igual para todos.
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