Querido hijo
Hoy hace 26 días que estoy aquí. Me encuentro feliz porque todo va bien. Pero antes de hablar de mí, quiero desear que todos estéis con buena salud; yo, gracias a Dios, voy defendiéndome, si no fuera por esta fastidiosa tensión y esta diabetes tan traicionera: aunque no te preocupes, lo que ocurre es que entre los tres no acabamos de entendemos.Todo esto es muy bonito, teníais razón Federica y tú al decir que iba a encontrarme muy a gusto, como en casa; ahora me arrepiento de no haberos hecho caso mucho antes, la primera vez que me lo dijisteis, pero ya se sabe cómo soy y cómo he sido siempre: cabezón, "terco como una mula" -que diría tu madre-, egoísta, sí, lo reconozco, egoísta para el cariño y el calor de mi familia; algo a lo que nunca supe renunciar... hasta ahora.
Viene a mi mente en estos momentos algo que cientos de veces he querido decirte y nunca conseguí. Aunque quizás ya no sea tiempo ni lugar para ello; pero créeme, hijo mío, brota de mis adentros con fuerza tan arrolladora que... cómo te diría... es que hasta ahora no he sabido pedirte perdón; sí, perdón por no dejarte marchar a estudiar fuera; a la capital. Pero te quería tanto que me daba miedo, mucho miedo perderte y, sin embargo, ¡cómo deseaba que cursases una carrera!
Tú ya eres padre, por eso espero que podrás comprenderlo; o al menos disculparlo. Algún día posiblemente te digas como yo ahora: ¡qué sorprendente es la vida! y qué enrevesados nuestros comportamientos; tal vez porque en el fondo, en nuestro interior, todos escondemos un pequeño ladrón de voluntades, un pequeño cobarde, que de vez en cuando se asoma a nuestro mundo para conducir nuestros actos, sin que sepamos evitarlo.
Es curioso que hayan tenido que pasar casi cuarenta años para que yo te diga todo esto: perdóname, hijo mío.
A veces, al levantarme. por las mañanas, me pregunto: ¿y para qué? Después miro por la ventana, veo al sol inundando de luz el día, a los pájaros cantar, al viento mover los árboles, a los niños del colegio de al lado jugando en el patio, envueltos en un incesante griterío, con toda la fuerza de la vida a duras penas represada y deseosa de explorar todos los rincones de sus universos, y entonces siento el pulso de la vida y me digo: "Qué hermoso es poder advertir todo esto".
Aun así, en ocasiones, mientras miro tras los cristales, me invade una sensación extraña y turbadora. Es el ruido del mundo que pasa junto a mí, a mi lado; pero de largo, ignorándome. Como un portentoso tren que ya no podré tomar jamás-