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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cuba en 1994

LA SENSACIÓN de desintegración progresiva que ha producido el régimen cubano a lo largo de 1993 se ha agudizado con la huida del país de una hija del presidente, Fidel Castro. No es ni más ni menos significativa que todas las demás noticias que llegan de una sociedad cada vez más desesperanzada, con una estructura de poder a la deriva que le es impuesta y de la que se siente desde hace anos profundamente divorciada.La fórmula de evolucionar hacia la suavización del régimen no es nueva. La patentaron los comunistas chinos precisamente para todo lo contrario. En su última reunión del comité central decidieron hacer compatible el salvaje desarrollo económico de las provincias costeras del sur con el mantenimiento de la disciplina socialista sobre toda la República. "Capitalismo socialista" lo llamaron.

Pero Cuba no es China. No tiene las dimensiones necesarias para intentar una evolución de signo autárquico y la geografía -con su cercanía a Estados Unidos- es terca. El efecto de las reformas liberalizadoras introducidas este año por las autoridades de La Habana no será, sin duda, el deseado por sus artífices. En una economía como la cubana, carente de los más elementales recursos y cuyos actores económicos están radicalmente insatisfechos, ese efecto tiene que ser forzosamente destructivo para la nomenclatura del régimen. Esta mayor liberalización económica y una mínima disciplina monetaria, propuestas por Carlos Solchaga el pasado verano a Fidel Castro y que ahora el comandante pretende hacer más amplias, tendrán, por tanto, resultados negativos sobre su permanencia en el poder.

La presión de la historia sobre una ideología ya arrumbada y el rechazo del pueblo a un régimen que sólo es capaz de generar miseria tendrán, tarde o temprano, éxito. El régimen cubano se cae. Como sucedió en la Europa socialista, una mínima grieta en la pared del dique acabará abriendo una gran vía de agua. El embargo estadounidense agudizó la miseria de la población y hoy ya no sirve más que para que el régimen lo utilice como justificación de la dramática situación en que viven los cubanos. No será la hostilidad norteamericana de siete lustros la que acabe con el dictador. Serán él mismo y su incapacidad para la regeneración política las causas.

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Lo importante ahora no es acelerar la caída de Fidel Castro, sino preparar la situación del día siguiente. Y en esa tesitura resulta fundamental que Washington y Madrid colaboren no sólo para garantizar los fondos y las ayudas indispensables para salvar a la población del desastre, sino también para moderar a la oposición más extrema del exilio en Miami y fomentar la reconciliación entre todos los cubanos en una democracia que Cuba se merece y desea.

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