Del auriñacense a las pintadas
En un lugar de la cueva del Reguerillo de cuya exacta localización conviene no acordarse, el abate Breuil descubrió en 1919 grabados del periodo auriñacense. Desvelar aquí el secreto de su ubicación importaría el expolio en brevísimo plazo, tal como ocurrió con las huellas de oso cavernario halladas no hace mucho, y ya perdidas para siempre, en estos fondos del cerro de la Oliva.El gamberrismo subterráneo no es un invento de nuestro siglo. Es fama que los arciprestes de la vecina Torrelaguna acostumbraban visitar estas cavidades y dejar constancia de su osadía en graffitis (grafitos, pintadas), algunos de los cuales datan de 1689. Idéntica vanidad parece mover a las docenas de bárbaros que, aerosol en ristre, las asaltan cada fin de semana. Los muros en los que nuestros antepasados prehistóricos perpetuaron sus sueños, sus animales más codiciados y sus temores elementales son hoy insultados, centímetro a centímetro, por cafres sin otras letras que las que pintan.
Llegarse un sábado hasta Patones e internarse en el Reguerillo no es una excursión más para un espeleólogo profesional como Andrés Culebras, cuya provisión número uno -antes incluso que el carburo o las botas de pocero- es una saca para ir recogiendo la basura ajena. A juzgar por las bolsas, colillas, latas, restos de papel higiénico y otras inmundicias amontonadas en la entrada natural, debe de haber quien piense que la Comunidad dispone de un servicio de limpieza de cuevas y demás parajes inaccesibles.
Temperatura constante
Hay que sobreponerse a la penosa impresión inicial para empezar a disfrutar de la experiencia. Y lo primero que le llena de gozo a los excursionistas es comprobar que dentro no hace ni pizca de frío, sino unos riquísimos 17 grados que apenas se alteran a lo largo del año. La humedad relativa, eso sí, es del noventa y mucho por ciento, y las cámaras fotográficas y los portadores de gafas quedan instantáneamente cegados por una fina película de agua.De los tres niveles de galerías que el agua ha labrado en la roca calcárea, los dos superiores son más que suficientes para abrir boca en esto de la espeleo. En el primero, nada hay de excepcional salvo una gatera -estrechez que obliga a reptar o, en el mejor de los casos, a gatear, de ahí su nombre-, y de no ser por el barrizal que se organiza con las filtraciones del Canal de Isabel II, los debutantes se sentirían a sus anchas. Aunque hay gato encerrado, pues enseguida comienza la acción estilo Indiana Jones: primero hay que atravesar un pozo oscurísimo por el paso del Tablón, cuyo título es bien expresivo; luego, deslizarse por un tobogán arcilloso con pedrusco a la altura de los genitales; y por último, internarse en la peliaguda zona del Tubo.
Paso angosto
Una serie de pozos y angostísimas fracturas comunican con el siguiente piso del Reguerillo. En este trance, las cuerdas ayudan tanto como los consejos de Andrés Culebras. Hay quienes no se han visto en apreturas iguales desde el parto, y no es la primera vez que los muchachos del Club de Espeleología de Torrelaguna tienen que bajar a descorchar a algún dominguero atorado en este paso.Los aspirantes a espeleólogo llegan así al segundo nivel de la cueva y, dentro de él, a la Gran Vía, que hace honor a su denominación por lo amplia y concurrida. Diversos accesos al nivel inferior deparan a los más bragados satisfacciones como la Sala del Mamut. Más adelante, desde la Sala del Perro Que Fuma se puede bajar a Claustrofobia, cuya sola mención pone los pelos como agujas de tricotar. Y tras la Galería de los Osos, de nuevo el sol.
Después de dos kilómetros bajo tierra y tres horas de andar encorvado, se experimenta al salir una alegría antigua, no muy distinta de la que debían de sentir los pintores del auriñacense al asomarse para contemplar los motivos de su creación. Bienvenidos a la luz.
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