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No todos los días es Nochebuena

20 chavales pasan las fiestas sin que sus familias se hagan cargo de ellos

Los niños del centro de acogida San Vicente, si bien disfrutan de lo que se puede llamar régimen abierto, no dejan de vivir en una especie de reducto. Para muchos de ellos, la salida de la rutina que significa la Navidad no ha llegado a producirse, pues sus padres no les recogen para pasar en sus casas las fiestas. Respecto a los que sí lo hacen , las mujeres que gestionan el centro son muy críticas: "Nos llega al alma que sólo piensen en ellos, en que necesitan atenciones y regalos en estas fechas. Yo les digo a muchas madres: siempre es Nochebuena".El centro de San Vicente se encuentra rodeado de monte por un lado y por la autovía a Colmenar por el otro. Los niños que allí viven tienen campo para correr a sus anchas. En la tarde del viernes, los más mayores habían salido a recoger piñas de los pinos, arbustos y musgo para decorar la mesa para la cena. Hacia las seis de la tarde regresaban por un camino hacia al centro, silenciosos y algo tristones. Cuando se acercó el periodista, un par de ellos se le echaron encima: le besaban, querían que les cogiesen de la mano. Imaginariamente, estos dos niños se llaman Manuel y José. El primero espetó a modo de presentación: "Yo soy Eduardo Manostíjeras, sabes, ese que tiene cuchillos en la mano", y empezó a agitar la diestra como si se tratase de una guadaña. El otro chaval, José, miró muy serio y afirmó: "No le hagas caso, está loco".

Desprotección

Detrás de ambos se esconde una historia de falta de protección. Los padres de José son minusválidos psíquicos, y él ha pasado sus 10 años de vida de centro en centro. Después de muchos estudios, los médicos han concluido que no ha heredado la enfermedad de sus padres, que es un chico normal. Pero no lo es su comportamiento: "Es un caso rarísimo, unas veces es muy violento, pega a sus compañeros, y otras parece un filósofo por sus reflexiones", explica Antonia Moreno, la directora del centro. En cuanto al que se cree un personaje de película, vivía en un poblado de chabolas cercano al de La Celsa. Su padre es enfermo

de sida y toxicómano, este año la Comunidad se hizo cargo de él y de su hermana y los dos viven en San Vicente. "Llegaron aquí totalmente desaseados, llenos de piojos, daba pena verlos", relata una hermana.

La directora del centro reconoce que el internamiento de estos niños es un mal menor: "Esto no es una cárcel, pero no deja de ser duro", y explica el régimen en que viven los chavales. Asisten a 28 colegios de la zona del barrio del Pilar y de plaza de Castilla, donde se mezclan con los demás niños. Dadas sus circunstancias vitales, el fracaso escolar es elevado entre ellos. En este sentido, Antonia está convencida de que el mal mayor que han sufrido son los malos tratos psíquicos, mucho más que las palizas que les propinan sus padres a muchos de ellos.

Luisa y Lourdes son dos hermanas de cinco y siete años que nacieron en el otro extremo del Mediterráneo. Llevan tres años en el centro, aquí han aprendido a hablar castellano correctamente. El viernes estaban inquietas, no paraban de hablar, de mostrar sus juguetes y cómo tienen decorada su habitación. La excitación se debía a que su madre estaba a punto de recogerlas. La directora se entrevistó con ella, y le preguntó directamente: "¿Por qué no te las has podido llevar hasta ahora, es que tu compañero ha vuelto a drogarse? La madre contestó con un escueto sí.

Es un ejemplo que pone Antonia Moreno para explicar la dificultad de que las familias, en muchas más ocasiones de las deseables, vuelvan a hacerse cargo de sus hijos. Estos muchas veces ven a sus cuidadores como personas que les apartan d- sus padres, ya que siempre, pese a lo que hayan pasado en sus antiguos hogares, les defienden. Hay veces que Antonia tiene que abrirles los ojos a lo- s más mayores: "Yo les siento aquí en mi despacho, al padre y al chaval. Le pregunto por qué no ha venido a recogerle, y contestan que han hecho la solicitud, pero que el trámite es muy lento. Entonces le digo: 'NI siquiera has hecho la petición por escrito'. Lo reconocen y empiezan a excusarse". El mito del padre se cae entonces ante los ojos del chaval.

Aunque aquí, en San Vicente, también hay niños que no quieren a sus padres. Es el caso de un pequeño africano de tres años, que es el más trasto del centro. Cuando su padre fue por primera vez a verle, empezó a balbucear y a hacer señas. Decía que ese señor que le asustaba tenía las manos sucias, por el color de la piel. Y no quiso estar más con él. Su padre no vive con su madre natural, y está enfermo de sida. Son muchos los niños que hay en San Vicente cuyos padres tienen sida. Sin ir más lejos, el pasado jueves murió por esta enfermedad la madre de uno de los internos.

Tiempo de diversión

El jueves es el día de visita de las familias. Una salida de la rutina del centro. Aquí pueden recibir a sus amigos, y las religiosas instan a los niños a que lo hagan, para que se sientan más integrados.

Pueden entrar y salir a sus anchas, hasta las diez de la noche, en que se cierra la cancela. Sólo hay rejas en las ventanas de la tercera planta, que es la de los menores de cinco años. Antonia Moreno sólo recuerda una ocasión en que un niño se escapó saltando por una ventana del primer piso.

A los que salen solos a la calle, las hermanas les proporcionan un título de transporte. Los fines de semana acuden a una discoteca light, en la que no sirven alcohol, al lado de la estación de Chamartín. También acuden a campamentos o van a la ciudad los fines de semana. Hacen visitas culturales, se pasean por la Vaguada del barrio del Pilar, o van de compras. El verano pasado se fueron con las religiosas a la playa en Murcia.

En estos días de reuniones familiares, los niños notan más que durante el resto del año la ausencia de un padre y una madre. Antonia sabe que les echan de menos, y explica que es por la noche, al acostarse, cuando notan que el beso de buenas noches que les dan las cuidadoras les sabe a muy poco. De hecho, cuando se les pregunta por sus madres el silencio en que se refugian rompe los oídos.

Pasillos vacíos

El viernes pasado hizo una temperatura tan templada en Madrid que no parecía Nochebuena. Tampoco lo parecía en el centro de acogida de San Vicente, pese a los esfuerzos que han hecho las personas que allí trabajan y a que no faltaba la decoración navideña.Los niños poco antes de bajar a cenar, veían dibujos animados en la televisión, en silencio. Tampoco se escuchaba el típico vocerío de los chavales. Los pasillos y vestíbulos del centro son muy espaciosos, demasiado para un día como este. La sensación entre estos muros es de bastante desolación, 20 chavales acordándose de sus familias en un centro tan grande. A pesar de que las religiosas que les cuidan les colman de arrumacos y besos. Tratan a cada niño según su caso, e intentan levantar por mil medios su autoestima, que en la mayoría de los casos la tienen por los suelos. Así que el día de Nochebuena, menos cocinar, ellos participaron en todos los preparativos de la cena. El menú excepcional también fue una alegría, por no hablar de los dulces. Devoraban los mazapanes.

¿Verdad que entran ganas de salir a airearse?, sugería Antonia Moreno, la directora del centro, cuando cayó la noche. Y es bien cierto que la cabeza se despejaba al salir.

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