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Reportaje:

Talismán Mao cumple 100 años

Con el paso del tiempo comienza a surgir el verdadero perfil del Gran Timonel de la República Popular China

Juan Jesús Aznárez

Las carcajadas estudiantiles que en un cabaré de la ciudad de Shanghai interrumpían la lectura de uno de los cancioneros políticos de Mao Zedong demostraron la consideración dispensada por una parte de la sociedad china al pensamiento del líder cuyo centenario se recuerda el domingo.El cronista de la tertulia escribió que las risotadas de los jóvenes escolares y los esfuerzos del declamante por continuar fueron especialmente significativos cuando se engoló hasta la astracanada esta glosa del Gran Timonel: ¡10.000 años de vida para el presidente Mao! La memoria del histórico fundador de la República Popular China suscita, sin embargo, reflexiones más profundas entre la mayoría de sus compatriotas, y quienes piden un equitativo y respetuoso tratamiento de su obra aconsejan enmarcarla en su tiempo. "Pese a los errores, dotó a este país de una base espiritual de la que careció durante cinco mil años", subrayaba recientemente en Pekín un intelectual del Partido Comunista Chino (PCCh).

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Pero incluso aquellos chinos que reconocen en Mao esenciales conquistas nacionales y valores imperecederos y cuelgan su imagen en el retrovisor del coche como un talismán o. elogian el "igualitarismo, la solidaridad o el revolucionario espíritu de sacrificio" de aquellos años, se sumarían a la resistencia armada si se les anunciara ahora la resurrección del egregio camarada y el regreso a los sufrimientos, crueles abusos y colosales fracasos económicos que caracterizaron su mandato.

"Perdimos mucho tiempo en el proceso hacia el desarrollo, pero no éramos conscientes de ello", reconocía en septiembre, en Pekín, un matrimonio que formó parte de los guardias rojos maoístas y ahora disfruta de ciertas comodidades. En una de las épicas realizaciones alcanzadas durante la Revolución Cultural (1966-1976), una escuadra de la fanática milicia encargada de propagarla agujereó la nariz a un padre de familia encontrado culpable de desviaciones capitalistas. Le colocaron un anilla en el orificio abierto y anudaron una cuerda al hierro. El hijo del reo, cuyo único tribunal fue la demencia colectiva de aquel periodo, debió tirar del cabo y arrastrar como un buey a su padre por las calles.

Cierto es que únicamente el paso de los años, el advenimiento en 1978 de un caudillo más pragmático, Deng Xiaoping, y los testimonios de las víctimas que sobrevivieron al difunto hoy embalsamado en la plaza de Tiananmen han permitido analizar en toda su crudeza la cuenta de resultados de aquellas décadas y el verdadero perfil de quien fue principal responsable. Un historiador occidental advertía que el legado de Mao Zedong saldrá mejor o peor parado si la referencia en su escrutinio es la próspera apertura económica comenzada en 1978 o los atrasos previos a la guerra civil de 1949, año en que Mao y su revolución campesina fundan la república tras la derrota militar del Gobierno del Kuomintang, refugiado después en la isla de Taiwan. Para la mayoría de los 1.200 millones de chinos, ignorantes muchos de ellos del auténtico inventario maoísta, el líder fallecido en 1976 es respetado y forma parte de la iconografía nacional china con atributos que difícilmente sabrían precisar.

La exégesis oficial, y Deng con ella a pesar de haber sufrido persecución por oponerse al ciego voluntarismo de su precedesor, destaca como merecedores del agradecimiento patrio la decisiva contribución de Mao a la independencia de China tras una humillante y larga colonización exterior y el rescate de un cierto brío nacional cuando la desintegración asomaba en la esquina. Poco más han podido salvar de un hombre que apasionó hasta el extremo y al que el PCCh atribuye, de oficio, dotes excepcionales de comandante y estadista y buena voluntad en la persecución de su sueño redentor.

Mao sometió cruelmente a una nación ya sometida; tomó el relevo en el yugo a feudalismos locales, a la corrupta administración de entonces, y espantó a las depredadoras potencias coloniales -Estados Unidos, Francia, Alemania, Reino Unido o Japón-, que se habían repartido el gigante en concesiones económicas territoriales, o simplemente lo conquistaron por las armas, como fue el caso nipón. Tras tantos años de hambre y atrocidades, la única represión capaz de llenar cárceles y pucheros ha sido la de Deng Xiaoping.

Cuando los biógrafos del partido aluden a Shaoshan, aldea natal del difunto, subrayan también que sus habitantes recuerdan con emoción cómo el presidente Mao les permitió levantarse y ser dueños de su propio destino, y ahora la reforma económica y la apertura al mundo exterior les abren el paso hacia la prosperidad.

Más que la vaga propiedad del propio destino, usufructado en vida por el finado, los chinos del año 1993 ambicionan otros títulos. Su convecina en vida Tang Ruiren, con quien Mao departió media hora en 1959 y se hizo una providencial foto, simbotiza bien las nuevas pretensiones: es dueña de un próspero restaurante instalado junto a la casa natal del difunto, con su retrato ampliado en lugar preferente, ha abierto otros en Pekín y su fortuna aumenta cada día. Tang sigue mostrando a la clientela el retrato de un gobernante cuyas bondades algunos descubren únicamente post mortem.

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