El papel de los sindicatos
Molesto su atención para comunicarle la gran preocupación que me ha producido el hecho de que un gran periódico como es EL PAÍS se exprese en su editorial del domingo 28 de noviembre en términos tan insidiosos, injustos y parciales respecto del papel de los sindicatos en las actuales circunstancias de crisis. De verdad, yo creía que la principal función periodística era la de contribuir a la recta formación de la opinión pública mediante la información veraz, concreta y objetiva de los hechos, sin que ello menoscabe el derecho a defender sus puntos de vista en cada caso.Según se desprende de la tesis que sostiene su editorial, la responsabilidad última de la situación crítica en la que se encuentra la economía nacional es imputable a las organizaciones sindicales, en particular UGT y CC OO, por no haberse plegado desde el principio a las llamadas "condiciones del mercado" y a las exigencias del Gobierno.
Con independencia de que no todas las acciones sindicales sean acertadas, como ocurre en cualquier otra organización del tipo que sea, es de todo punto inadmisible -salvo que se quiera practicar un descarado cinismo- exigir a los sindicatos de trabajadores que dejen de ejercer la misión para la que expresa, explícita y particularmente están creados. Es decir, "para la defensa y promoción de los intereses económicos y sociales que le son propios", según el artículo 7 de nuestra Constitución. ¿Y qué intereses pueden ser más propios e importantes para los trabajadores que sus retribuciones salariales y sus condiciones de trabajo? Y comoquiera que son trabajadores todos los que dependen de un contrato por cuenta ajena, ¿es justo inferir de la acción sindical que ésta se dirige en exclusiva a defender la situación de los que tienen empleo, abandonando a su suerte a los que carecen de él, según la maliciosa especie promovida con insistencia por los correosos poderes fácticos (Gobierno y patronal), nada proclives a respetar el espíritu democrático del aludido artículo 7?
De la tan sobada y manipulada bandera de la competitividad que ahora se enarbola como símbolo de la cruzada contra el Estado social, no debe resultar, ni mucho menos, que los trabajadores renuncien a su dignidad como personas ni que vuelvan las jornadas de sol a sol del siglo XIX, con salarios de miseria, condiciones infrahumanas de trabajo, bajo el látigo del patrón sin escrúpulos.
¿Por qué no se han ocupado a tiempo de la competitividad los obligados a ello -gobernantes, empresarios, dirigentes, ejecutivos-? ¿Es que no se sabía con antelación qué vientos soplaban de Oriente? ¿Dónde estaban esos economistas oficiales de salón que ahora se desgañitan exigiendo la muerte del Estado que llaman del bienestar a cambio de una presun-
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ta competitividad? ¿Qué han hecho los agregados comerciales de nuestras embajadas, y, si han hecho algo, quiénes son los responsables de la inutilidad de sus informes?
Entendiendo por competitividad, a efectos de mercado, el conjunto de condiciones adecuadas para concurrir con éxito a nivel mundial en el juego de la oferta y la demanda. Forzoso es reconocer que sólo una política coordinada, inteligente y oportuna de los agentes decisivos, desarrollada en un clima de responsabilidad y colaboración, es capaz de conseguir que dichas condiciones se produzcan. En otras palabras, era y es misión del Gobierno, como director de la política económica, y de los empresarios, como protagonistas del proceso, haber actuado en tiempo y forma en la dirección que exigían las circunstancias.
Desgraciadamente, la realidad ha ido por derroteros rodeados por la incompetencia, por la imprevisión y por el afán de lucro inmediato -económico y político-, muchas veces fraudulento y siempre especulativo. Todo lo cual nos ha situado al borde de una bancarrota que su editorial pretende atribuir a nuestros más que comprensivos sindicatos, cuyas armas de presión se reducen, en última instancia, a lo que vulgarmente se conoce como "el recurso del pataleo". ¿Huelgas, manifestaciones? ¿Para qué?, se pregunta su periódico. En efecto, probablemente para casi nada; porque ya se cuidarán los poderes públicos, y otros menos públicos, incluido el cuarto, de retorcer el porqué auténtico de la huelga general, si se produce, de modo que las previsibles secuelas nocivas de la misma recaigan no sobre los verdaderos causantes del problema fácilmente identificables, sino sobre los sujetos pasivos víctimas de la doctrina imperante del máximo beneficio a toda costa.-
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