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El árbol del ahorcado

No digo yo que estuviera bien, pero ocurrió. En el semáforo de la esquina de Conde de Peñalver con Padilla. Los peatones, no digo que no, solemos ir, a veces, como zombies. Nos cuesta esperar a que se ponga verde, y si calculamos que llegamos aunque ellos estén ya bufando, pues nos lanzamos, a ver. A veces un frenazo, un susto. El peatón, a punto de quedar como una fotocopia, en lugar de excusarse, se sacude el sofoco poniéndose más chulo que un ocho, no digo que no. Pero ¿y ellos? En compadreo con el semáforo, que qué par de sádicos, unos y otros. El semáforo se queda contigo, se pone verde y tú te lanzas, a buen paso: es posible, también, que hablando y gesticulando; si eres novio antiguo, amarrado al palo mayor de la prójima; si madre, peleándote con los niños que vienen del colegio. Los hay, entre nosotros, que van comiendo un inmenso milhojas, que te pone la nariz de augusto (cada vez se come más pasteles por la calle: creo que son pobres diablos a los que les tienen marcado en casa un riguroso control dietético).Bueno, con el amarre, pastoreando niños, zambulléndote en el milhojas (o leyendo, que los hay, entre nosotros, que van por la vida disimulados tras un periódico, o, los más osados, tras un libro), el semáforo, justo a mitad de camino, empieza a parpadear, y los coches bufan, escarban en la arena del asfalto (no es falta de bravura, sino mala leche).

Y la muchedumbre se deja llevar por el pánico: el novio antiguo suelta amarras y dice adiós a la novia como si fuera el capitán del Titanic; la madrecoraje hace una cadena con los polluelos escolarizados; los comemilhojas ni un grito pueden lanzar, encharcado el paladar de hojaldre y nata; el del periódico, al menos, lo arroja, como un sanfermín cualquiera, hacia el cuatrorruedas Júpiter tonante por ver si lo distrae.

Y ellos aceleran, y avanzan, amenazantes, a medio gas, pero con cara de malaspulgas, y la procesión de paseantes, cada uno con su gracia, se dispersa como bandada de palomas hambrientas cuando aparece un cabezagorda de cinco años.

Y así, un día y otro, y el abismo entre ellos y nosotros cada vez más oscuro, y lo que tenía que pasar, pasó. El otro martes, en el semáforo de Conde de Peñalver con Padilla. Que se nos puso a parpadear mucho antes de llegar hacia la mitad, que no se excuse Álvarez del Manzano, que yo estaba allí, y ellos, sádicos, como Atila con los hunos y con los hotros, y un coche, zas, como una exhalación, y la masa peatonal como carne de membrillo, dejando un hueco, salvándose por los pelos, y uno, y otro, y un osado que gol pea la trasera del bólido, y el fitipaldi, encima, que te curva su dedo.

Y mira por donde un trasto de aquéllos, que seguro que no pasó la revisión en su día (eh, agente, compruébelo si se atreve), y el listo de trasto aquel que nos quiere arrollar, también él, no le digo, y lo que son las cosas: se le cala en mitad de la escabechina; no exagero: el del milhojas lo empleó de lastre para dar un salto hacia atrás, la novia del Titanic como una lapa, una madre que abandona el cochecito del niño en la escalera de Odessa, y así estaba el cisco, cuando a aquel barrabás se le cala el coche, y lo que es el instinto colectivo: no hubo necesidad de un agitador de masas, para qué esperar un cojomanteca; como rnadrileños, Leguina, como madrileños del Dos de Mayo nos lanzamos, como un solo peatón, a por el mameluco. Le sacamos del coche, le dimos una buena manta de palos, y ahí lo íbamos a dejar, cuando se oyó un grito de una señora inmensa, que por lo que se ve se había tragado de un amén todo el milhojas: colgarle, se desgañitaba, colgarle, los alrededores de la boca acotados por el blancoespaña del dulce difunto.

Y dicho y hecho. De la farola de la esquina. Aullaba, vaya que sí, que tenía mujer e hijos, a buenas horas mentarlos, cómo pataleaba, allá en lo alto de la farola, éste sí que tenía menos orgullo que don Rodrigo en la horca. No digo yo que estuviera bien aquello, entiéndame, pero, en fin, se hizo. El otro día, en la esquina de Peñalver con Padilla.

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