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Nosotros los encogidos

El disparo de Argón, novela del mexicano Juan Villoro, propone la fascinante idea de una ciudad sin límites, o al menos sin límites conocidos. ¿Se imaginan? No me refiero a la inacabable carretera de La Coruña, que con sus centros comerciales, parques empresariales y urbanizaciones de adosados nos anuncian el terrible futuro que nos espera, sino una ciudad con más calles que las tres o cuatro, cinco todo lo más, que arman las aldeas en las que nos movemos, aterrados por el atasco y derrotados por jornadas de 10 horas. Quiero decir, una ciudad de verdad sin límites, que provoque las especulaciones de los sabios, los delirios de los navegantes y las apuestas entre los juerguistas. Una ciudad sin semáforos, ni rascacielos que adelanten el crepúsculo, ni televisiones del vecino, ni vallas con paraísos de mentira.Lo más desconcertante de esta idea revolucionaria es que en definitiva significa volver a atrás, al tiempo en que Madrid no se limitaba a los dos bares, cuatro restaurantes, un gran almacén, un par de multicines y las cinco estaciones de metro que configuran el estrecho paisaje al que nos hemos resignado.

Entretanto, las carcagadas de pájaro nos pudren el coche que no nos atrevemos a desaparcar, no vaya a ser que nos lo tengamos que comer, y dejamos que naufrague a la deriva una novia muy guapa que teníamos, simplemente porque vive en el otro extremo de la ciudad. Es más fácil tenerla en Segovia: allí, al menos, la podemos ir a ver (y podemos aparcar) los fines de semana.

Hubo un tiempo -lo cuenta Corpus Barga- en que en Madrid se armó una gresca tremenda porque los bares decidieron cerrar una hora, al alba, para limpiar. No hace tanto. Desde entonces, con la cadenciosa seguridad de las grandes conspiraciones, no han dejado de rebajarnos la existencia, de modo que ir al parque con un crío requiere una prudente preparación estratégica y las revistas de decoración de más éxito son las que proponen ideas para sobrevivir en el armario de la plancha. Pero todo eso es ya muy sabido y, para qué nos vamos a engañar, irremediable.

Lo que tal vez no alcanzamos a ver, agobiados por el olor de los taxis, el precio de las gambas, lo mucho que hablan en los cines y lo largos que son los anuncios en televisión, son los grandes movimientos migratoriamente concéntricos que, poco a poco, nos van encerrando en guetos. Con nuestros iguales.

¿No se han fijado? A este paso, en el centro no quedarán ya pronto más que viejecitas abandonadas a su suerte y algún yonqui enfebrecido.

En Salamanca, matrimonios de mediana edad a quienes les crece el piso a medida que se les van los hijos. Y en el extrarradio, parejas decididas a ir a Nueva York antes de tener familia, a ser posible allá por los 38. Orense va siendo copado lentamente por latinoamericanos, y Apolonio Morales, por secretarias de dirección que sacan el biquini el 22 de mayo, para bañarse en la ducha que se yergue junto a la bañera en el patio comunitario, y lo vuelven a guardar el 16 de septiembre.

En Virgen del Cortijo, y pese a los vientos que llegan en línea recta desde Burgos, el monóxido de carbono envenena el aire entre las siete y media y las ocho de la mañana, cuando marchan al trabajo los coches de los vecinos de 43 años, y en Las Rozas se acaban antes que en ningún sitio los cromos de La Sirenita.

Pero eso no es nada: en ciertas calles de Arturo Soria lo que predomina son familias de padre francés y madre española, es de suponer que por la proximidad del Liceo Francés. Puesto que cabe la combinación inversa -padre español y madre francesa-, e incluso variantes con suizos y con belgas, eso nos permite decir que ésta es una ciudad europea con libertad de ideas y movimiento, y que cada cual es libre de hacer lo que le plazca.

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