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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Victoria de Occhetto

LA SEGUNDA vuelta de las elecciones municipales italianas ha confirmado una tremenda paradoja que expresa la convulsión que sufre el mundo occidental desde que cayeron las barreras políticas entre el Oeste y el Este: el PDS, la formación de los ex comunistas, durante más de 40 años considerado como el factor político que impedía la normalización del sistema, es hoy el gran sostén de la I República, como único partido fundacional que ha sobrevivido a las dos convocatorias electorales celebradas bajo el nuevo sistema electoral.Durante lo que ya podríamos considerar primera época de la República italiana, el Partido Comunista, dirigido por Palmiro Togliatti y, luego, por Enrico Berlinguer, fue una especie muy particular de apestado. Conocido como el factor K -aquello a lo que no se puede dar plena carta de ciudadanía-, se le consentía que participara en los Gobiernos provinciales, que tuviera una amplia cuota de poder en lo que Gramsci llamó cuerpos intermedios de la sociedad, pero se le excluía de cualquier participación en el plan de coaliciones nacionales que gobernaron el país durante 40 años.

La paradoja es la de que hoy, tras las elecciones municipales de junio y de su complemento en estas últimas fechas, ha sido el antiguo comunismo, ahora rebautizado Partito Democratico della Sinistra y socialdemocratizado por su líder, Achille Occhetto, el que ha impedido el acceso a las grandes alcaldías del norte y del sur a la Liga de Bossi y a los neofascistas de Fin¡; es decir, a los partidos antisistema. Quien sostiene, por tanto, a la República, aunque sea también el que más pugna por su reforma democrática, es el malquerido PDS. Por el camino han quedado el Partido Socialista de Bettino Craxi, hundido en los lodos de la corrupción, y la DC, privada de una razón de ser histórica con la caída del comunismo al Este: hacer de centinela democrático de Occidente.

La aplastante victoria del partido de Occhetto y de sus coligados en la gran mayoría de las 129 alcaldías en liza tiene, por todo ello, un doble significado. Es la más firme opción de Gobierno ante las elecciones generales anticipadas de la próxima primavera, y, a la vez, cierra el paso a unas fuerzas de derecha cuya lealtad democrática parece un tanto dudosa.

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El hecho de que el MSI, fascista, o las Ligas del Norte no hayan conseguido colocar a sus candidatos en ninguna de las alcaldías principales echa el freno a una tendencia que auguraba más inestabilidad política que borrón y cuenta nueva. Una victoria conjunta de esa doble derecha habría consolidado la tendencia a la partición de hecho de Italia: un norte en manos de las Ligas, un centro ex comunista y un sur dominado por una extraña amalgama de demócratas cristianos y neofascistas.

Pero no hay que llamarse a engaño: el panorama no ha cambiado lo suficiente como para decir que en Italia se ha pasado una página de la historia y que, a partir de ahora, el camino queda despejado para que las elecciones legislativas consagren el cambio y signifiquen la ruptura definitiva con el antiguo régimen. No es así. Los triunfos del PDS y de sus aliados en Roma y Nápoles, por ejemplo, configuran un panorama político casi dividido por mitades entre derecha (sobre todo, neofascistas misinos) e izquierda, y auguran una áspera lucha por el poder.

Las elecciones municipales, en cualquier caso, han contribuido seriamente a acelerar el ritmo de cambio, despejando el terreno para que por fin se produzca el acceso de los herederos del comunismo al poder. El propio Occhetto, tras la primera vuelta, escribía en EL PAÍS un artículo en el que propugnaba un cambio basado en una alianza democrática de progreso, y en el que se presentaba como futuro jefe de Gobierno. Se diría que, con estos resultados, se ha ganado el derecho a intentarlo.

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