Ha pasado un ángel
La vida moderna nos hace desconfiados e incrédulos, no sólo en lo sobrenatural. Ocurren, empero, cosas que pueden interpretarse como signos de la inminencia ante el segundo milenio. Fíjense en los bruscos y caprichosos cambios meteorológicos, el derrumbamiento de la Democracia Cristiana en Italia, los vaivenes que sufre la clasificación de la Liga de fútbol, la cándida inocencia de cuantos se someten a la máquina de la verdad y tanta maravilla y quimera que nos circunda.Tomen, si les place, como fantasía este relato. Anteayer, ya tarde, volvió a quedar sin tono mi teléfono. Estropeado, kaputt, mudo, circunstancia recurrente que sobreviene a menudo en Madrid, siempre con fatídica frecuencia en fin de semana. Con resignación y buenos modales -lo que suele producir resultados sorprendentes-, avisé al servicio correspondiente de la compañía monopolista. El primer síntoma extraordinario fue que me contestaron de inmediato, asegurando la urgencia en el trámite. "Mera rutina y coincidencia", pensé para mis adentros. "¡A saber cuánto tardarán!".
La experiencia nos transforma en solapados y fatalistas ante el usual y remoto desdén que los oligopolios sienten ante las contrariedades y quebrantos de los usuarios.
A la mañana siguiente, poco antes de las nueve de la mañana, me sobresaltó un enérgico timbrazo. "Vaya", me dije. "La asistenta ha vuelto a olvidar su llave". Errónea interpretación; se trataba del inesperado técnico, que se identificó amablemente. Creo recordarle rodeado por un tenue halo, que bien pudiera proceder del lucernario situado tras su cabeza, al franquearle la puerta del piso.
En un periquete descubrió el origen de la avería -aunque cierto empirismo ciudadano la reconociera como la misma de otras veces- y anunció la inminente reparación. Malicio que no me van a creer: al cabo de un cuarto de hora escaso reapareció con un aparato nuevo. Imposible recordar si esta segunda vez había llamado a la puerta, extremo tampoco confirmado por la abnegada asistenta, que llegó, como siempre, con 30 minutos de retraso sobre el horario pactado.
Conectó el artilugio a la red. Funcionaba; palabra. Al comprobar el gesto de arrobo, restó valor, con modestia, al flagrante prodigio. "Verá, la furgoneta estaba muy cerca". No pude creerle; eso no ocurre nunca.
Hemos de reclamar de nuevo y se abre un paréntesis de indeterminada duración que amarga y envenena nuestra existencia. No; sonaba a tortuoso y rebuscado que la camioneta de las reparaciones -en caso de existir- se hallara a corta distancia. Y menos verosímil la disponibilidad del recambio preciso. Apenas acerté a expresarle mi gratitud y ni siquiera tuve el reflejo de besar su mano o los bajos del mono azul de Vergara.
Deducirán que fueron imaginaciones y se trataba de un simple, aunque infrecuente, funcionario de diligente eficacia. Me inclino a pensar que tuve ante mí a una criatura celestial, extraterrestre en todo caso. Lo único que me devuelve al enraizado agnosticismo es que bajara en el ascensor. Vivo en el séptimo piso. Alguien capaz de arreglar un desperfecto y poner un teléfono nuevo en menos de 25 minutos no es de este mundo y hubiera podido utilizar cualquier procedimiento más veloz.
Ignoro, con los teólogos menos desacreditados, las disponibilidades arcangélicas, y cómo se distribuye la mano de obra. Ronroneaba la aspiradora del polvo en la habitación contigua y el ronco gorgoteo del tráfico ascendía sin tregua. Aun sin el sigilo receptivo, por mi apartamento había pasado un ángel.
Eugenio Suárez es periodista.
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