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Nuevos horizontes políticos para el Estado de bienestar

El Estado de bienestar propiciado por los socialistas se afianzó en los años sesenta, a partir de un compromiso social y político bastante amplio aceptado por la mayoría de las fuerzas conservadoras y liberales europeas, no tanto por razones humanitarias como de utilidad social, por entender que las políticas sociales contribuían a garantizar la paz social y la estabilidad política.Sin embargo, en la década de los años setenta ya se plantearon serias objeciones contra el Estado de bienestar, a partir de la teoría de la crisis fiscal del Estado, con su correlato de malestar entre las clases medias, ante la sobrepresión fiscal existente en aquellos países en que las prestaciones sociales alcanzaban cotas más altas. El neoconservadurismo encontró en este malestar un caldo de cultivo apropiado para que cuajaran sus críticas contra el Estado de bienestar, al que se responsabilizó en parte de la crisis económica de los años setenta. Las recetas monetaristas y los postulados neoconservadores más descarnados -"el Estado no debe mantener vagos", decía Reagan- dieron lugar a un ciclo político de predominio conservador en los países más ricos del planeta, en donde varios líderes fuertes intentaron aplicar una cirugía de hierro con recortes sociales y políticas económicas que les enfrentaron duramente con los sindicatos.

Pero las políticas neoconservadoras de los años ochenta no sólo fracasaron económicamente, desembocando en la recesión de los años noventa, sino que, lógicamente, han ido convirtiéndose en políticas cada vez más impopulares, a partir, sobre todo, del vuelco electoral que supuso la victoria de Clinton en 1992. Este vuelco no sólo fue el reflejo del fracaso de unas políticas que empeoraron la situación económica, sino que tradujo también un importante fracaso moral y político. Como señaló Bill Clinton: "En Estados Unidos hemos registrado una mayor desigualdad que en ningún otro lugar porque, de hecho, la estábamos aceptando".

El fracaso económico neoconservador y la impopularidad a que están destinadas las políticas de recortes sociales constituyen el marco en que debemos situar la nueva ofensiva política desencadenada contra el Estado de bienestar tras el colapso del comunismo y en plena recesión económica. La particularidad de esta nueva ofensiva es que por primera vez el debate sobre los recortes sociales se sitúa en las propias filas de algunos partidos socialistas, al tiempo que desde algunos ámbitos de la Trilateral se anima a los líderes políticos a emprender las "políticas impopulares" que la situación -se dice- requiere. Sin entrar en el fondo de lo que puede suponer el concepto de "políticas impopulares" en una democracia bien fundada, lo cierto es que desde la izquierda debemos asumir que nos encontramos en un contexto económico y político distinto que exige respuestas y alternativas creativas y rigurosas. Alternativas que desde una óptica socialista deben responder, lógicamente, a criterios coherentes con nuestros supuestos ideológicos. Ni la ciudadanía en general ni los propios votantes socialistas podrían entender que desde el socialismo se lanzaran mensajes de desprotección social o discursos agónicos y carentes de alternativas sobre la crisis del Estado de bienestar. Nos encontramos en una situación económica crítica, de la que no vamos a salir con meras políticas defensivas atrincherándonos en la simple afirmación de nuestros principios. Por ello, si queremos garantizar el futuro del Estado de bienestar y las prestaciones y derechos sociales, es necesario que demos respuesta a las objeciones que se plantean. Desde el socialismo hay que defender criterios coherentes y alternativas concretas que nos permitan llegar a un nuevo consenso social y político que afiance las políticas sociales, sin riesgos de retrotraemos a los modelos del capitalismo presocial anterior a las décadas de los años cincuenta y sesenta. Por ello hay que buscar nuevos horizontes para el Estado de bienestar, planteando con rigor las soluciones a los riesgos que existen para su buen funcionamiento. Lo que exige formular urgentemente las siguientes cuestiones interconectadas:

1. La necesidad de políticas económicas capaces de introducir elementos de estímulo para reactivar las economías occidentales, generando crecimiento y empleo mediante los correctivos adecuados a una fase recesiva del ciclo económico. Algunas de las sugerencias de Samuelson, Modigliani, Blanchard y otros neokeynesianos me parecen muy pertinentes. Y comparto su perplejidad por la lentitud y tardanza con que estamos reaccionando en Europa.

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2. Hay que enfocar de una manera innovadora el problema del empleo. Si no somos capaces de generar más empleo o repartir mejor el que hay, nos jugamos la viabilidad del Estado de bienestar. Por ello, hasta que se produzca la reactivación, hay que ser capaces de utilizar todos los instrumentos públicos disponibles para generar empleo, con más inversiones en obras públicas, con políticas de mejora de la calidad de vida (en educación, cultura, sanidad, ocio, etcétera) y, sobre todo, con un nuevo enfoque en los tiempos de trabajo. De la misma manera que en 1889, cuando se fundó la segunda Internacional, se acordó como reivindicación rupturista la petición de la jornada de ocho horas en todos los países, en unos momentos que lo normal eran 10 o 12, ahora es necesario que el movimiento sindical y todas las fuerzas progresistas apoyen una reducción muy drástica de los tiempos de trabajo. Un planteamiento de esta naturaleza, con sus correspondientes reajustes económicos, sólo se podrá hacer desde la izquierda y contando con toda la izquierda. De ahí la importancia de un buen entendimiento con los sindicatos y otras fuerzas progresistas.

3. Hay que llegar a acuerdos internacionales sobre las condiciones en que se produce la competitividad en las nuevas condiciones de mundialización de la economía. El actual mercado internacional es un mercado extraordinariamente atípico en el que compiten naciones con modelos económicos enormemente asimétricos, que están produciendo disfuncionalidades y problemas sociales y políticos para los países que operan en condiciones de mayor transparencia y con mayores conquistas en derechos sociales, y que difícilmente pueden competir con países asiáticos que funcionan en base a salarios bajos, largas jornadas laborales y escasos o nulos derechos sociales. En estos momentos, cualquier priorización simplista de la idea de competitividad, en la forma en que funciona el mercado internacional, sólo puede conducir a la hegemonía darwiniana del modelo Singapur -por poner un nombre-, con efectos sociales fatales para los países que, con gran esfuerzo, habían logrado alcanzar ciertos niveles de bienestar social. La solución, lógicamente, no está, como proponen algunos líderes conservadores europeos, en trabajar más, cobrar menos y desregular más. Por esa vía sólo se produciría el efecto de una progresiva singapurización de las economías y los sistemas sociales de los países europeos, sin lograr a cambio una mayor equidad internacional. Por ello, habrá que ser capaces de negociar las condiciones en que se produce la competitividad en la economía internacional, o bien homogeneizando por arriba las condiciones sociales, equilibrando el papel del Estado y estimulando el desarrollo de los mercados internos, o bien estableciendo las garantías suficientes en determinadas áreas de libre comercio, de forma que algunos países no nos veamos obligados a aplicar medidas aberrantes, que supondrían graves retrocesos sociales y serios riesgos de quiebra en el consenso político e, incluso, en la estabilidad democrática y la paz social.

4. La evolución demográfica, con su correlato aumento de las expectativas medias de vida, plantea también riesgos de viabilidad para las políticas de pensiones, que exigirán nuevos enfoques y elementos de codecisión. Es decir, el Estado deberá garantizar unos mínimos para todos, dando la alternativa a que los ciudadanos se corresponsabilicen en los grados y tipos de coberturas.

Por esta vía, en la que podrían ir introduciendo también otros elementos de codecisión, con aportaciones voluntarias en forma de trabajos de utilidad social, con nuevas fórmulas de fiscalidad y con una mayor implicación ciudadana en la propia gestión descentralizada de las políticas sociales, se podría ir avanzando en un nuevo horizonte más democrático y viable para el Estado de bienestar, que no esté basado en los recortes ni en las incertidumbres, sino en una mayor seguridad en los derechos sociales básicos y en un mayor grado de codecisión personal y colectiva que permitiría hablar de un verdadero Estado democrático del bienestar. Para lograr avanzar en esta dirección, es necesario enfrentarse a los obstáculos que se presentan al futuro de las políticas sociales, sin invertir los términos de la lógica democrática ni caer en una confianza ingenua -y tantas veces desmentida por los hechos- de que el mercado lo acaba arreglando todo. La experiencia histórica demuestra que en política hay que poner los medios para llevar a la práctica los principios fijados por la voluntad democrática. Y no al revés. Por ello, desde el socialismo hay que trabajar por un nuevo consenso, capaz de encontrar nuevos y más eficaces horizontes para el Estado de bienestar. Y, lógicamente, habrá que empezar intentando establecer las bases de dicho consenso, no con los partidarios de la cirugía de hierro, sino con aquellas fuerzas sociales, políticas y sindicales que están a favor de las políticas sociales.

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