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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Liebres y tortugas

EL FENÓMENO del espionaje telefónico o mediante otros medios técnicos de escucha ha alcanzado en la última década en España la velocidad de la liebre, mientras que la legislación destinada a reprimir esa práctica ha dado pasos de tortuga. El escándalo de la red de escuchas descubierta en Barcelona no sólo ha puesto de manifiesto la desfachatez con que algunos individuos, por lo general provenientes de los servicios de información del Estado, ponen sus conocimientos técnicos y experiencia al servicio de intereses no aclarados; también el ridículo riesgo penal que corren por entrar a saco en vidas privadas y en intimidades personales.Al menos este último episodio de espionaje ilegal de vidas y haciendas ajenas ha servido para encender algunas señales de alarma sobre la urgencia de enfrentarse con energía a este fenómeno éticamente repugnante además de delictivo. El ministro de Justicia, Juan Alberto Belloch, se ha comprometido a introducir en el nuevo Código Penal una tipificación más severa de la interceptación ilegal de comunicaciones telefónicas. La confidencialidad de las conversaciones telefónicas es un derecho fundamental especialmente protegido por la Constitución y merece, por ello, una protección penal más disuasoria que la de un mes y un día a seis meses de cárcel que tiene desde 1984.

Pero este tipo de comportamientos que surgen desde hace años en la vida política y social española son algo más que un atentado a un derecho fundamental. También constituyen una seria amenaza a la limpieza que debe presidir el juego político, la libre competencia entre las empresas, las relaciones industriales y comerciales y, en general, cualquier manifestación de la actividad de las personas. La constatación -probada fehacientemente en algunos casos- de que en España proliferan personas físicas y jurídicas que, con los medios de la tecnología moderna, se dedican a violar impunemente la intimidad de determinados ciudadanos más o menos relevantes, a controlar la actividad de sus oponentes políticos y de sus rivales profesionales y económicos, debería haber bastado para poner, hace tiempo, en estado de alarma al Gobierno, a los jueces, al resto de las instituciones del Estado y a la sociedad en general, particularmente a sus sectores más significativos.

En lugar de ello, se ha preferido actuar con una incomprensible tolerancia. La disparatada doctrina oficial con la que en 1985 se pretendió justificar el espionaje de los partidos políticos (cualquier información o dato que se considere susceptible de hacer gobernable el país merece la atención de los servicios de información del Estado) ha sido uno de los polvos que han traído estos Iodos. Cuando la línea divisoria entre lo lícito e ilícito es tan tenue no es difícil traspasar límites y justificar pesquisas e indagaciones de cualquier tipo. Y de ello han sabido sacar provecho determinados elementos de la policía y de los servicios de información del Estado al rebufo de la feroz competencia desatada en la vida económica y de la fuerte demanda de protección privada frente a la delincuencia.

Uno de los protagonistas del caso de las escuchas ilegales de Barcelona era coronel en activo del Cesid cuando actuaba privadamente. La trama poseía -según informa hoy este periódico- documentos internos del servicio de espionaje militar. ¿Debe concluirse que todo es posible en el confuso y opaco mundo de los servicios? Acaso sus miembros nunca dejan de serlo del todo aunque estén de baja. La amplitud de la trama descubierta y la facilidad con que se puede sustraer información de los archivos policiales -dos policías en activo están siendo investigados por esa causa- son datos verdaderamente alarmantes. Y merecedores, por ello, no sólo de una exhaustiva investigación judicial, sino de una pormenorizada explicación del Gobierno al Parlamento. ¿A qué está esperando?

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