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Tribuna
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Peligrosas costumbres

¡Vaya nochecita he pasado! La culpa la tienen los periódicos y mi vieja costumbre de comprar el día anterior (buena pirueta informativo-temporal) la prensa del día siguiente. Al filo de la medianoche, mientras Carrascal habla una vez más de lo mal que lo está haciendo el Gobierno, suelo prepararme con ocho horas de antelación a lo que me va a llegar por la mañana. Justo desde que el despertador me da la vida sin ser Dios, como canta Antonio Vega.Me costó conciliar el sueño una vez leído el resumen de unos días cargados de violencia callejera, violencia sobre el. indefenso, violencia asquerosa protagonizada por rebaños de animales (y que me perdonen los animales) enfundados en absurdas indumentarias y que gustan de jugar a Rambos descerebrados. No me aterran ellos, irrecuperables, sino que haya alguien que sienta la más mínima fascinación por tales métodos. En el instante supremo, a caballo entre la consciencia y la inconsciencia (los anteriormente citados no alcanzan la consciencia en ningún momento de sus estúpidas vidas), pensé, ingenuo de mí, que lograba la paz.

De repente, y sin solución de continuidad, las pesadillas se sucedieron. Primero fui ministro del Interior, sustituyendo a José Luis Corcuera, y en mi primera audiencia tenía que explicar a un grupo de jóvenes por qué iban a la cárcel por no querer hacer la mili. Acto seguido, era el comprador de las torres KIO (cosa que al parecer había hecho estando más tieso que una vela) y tenía un montón de acreedores esperándome en la puerta. Salí corriendo por la puerta de atrás, pero al cruzar la calle un conductor estuvo a punto de atropellarme. Le increpé, y el tipo me persiguió esgrimiendo una barra de hierro como racional argumento de su locura automovilística.

Me desperté inquieto a altas horas de la madrugada e intenté alejar fantasmas con la lectura de Groucho y yo. A la altura de la parte contratante de la segunda parte volví a caer en brazos de Morfeo, y el baile se reanudó. Me encontraba en un plató, al lado de un tipo con barbas, peluquín y lentillas de color, que no me dejaba contestar a sus preguntas porque había que ir a publicidad.

Por fin, pasado el sofoco de convertirme en un Michael Jackson acusado de abusos a menores, la voz del señor Casamajó me devolvió la libertad. Flirteaba con doña María mientras Albertito pijoteaba un poco. Es la última vez que leo el periódico antes de dormir.

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