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Un tiempo para las cosas

M. A. B El primer sabra -nacido en Israel- que accede a la jefatura del Gobierno es el primero también de los dirigentes israelíes que trata de hacer seriamente la paz con el pueblo palestino. Su país ha tardado casi medio siglo en dar la vuelta sobre sí mismo y ponerse en posición descanso; Isaac Rabin, por su parte, cree, a los 71 años, que ha llegado por fin ese tiempo para las cosas, al que se refirió en su intenso discurso de Washington, el pasado 13 de septiembre. Y para ello ha recorrido un largo camino.

Nada preparaba al joven ashkenazi que ingresó aún de adolescente en el Palmach -las brigadas de defensa judías durante el Mandato británico- que combatió en la guerra de Independencia de 1948, y era jefe de Estado Mayor cuando el Ejército israelí ocupaba la Jerusalén árabe en 1967, para entender que era posible una paz entre iguales con el pueblo palestino. Hay quien piensa que sigue hoy sin entenderlo, pero sí sabe, en todo caso, que esa paz es posible, y necesaria. Rabin es hoy un hombre cansado pero que confía en su propia fuerza, una fuerza tranquila.

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Su formación personal, hijo de pioneros originarios del judaísmo eslavo, sucinta preparación académica, escaso interés por la conceptualización, duro en materia de seguridad nacional, le había fabricado, aparentemente, para servir sólo con rigor a los designios de los demás. Pero en el Estado de Israel el uniforme ha sido un excelente vehículo en el que no faltan las paradas para apearse a tiempo.

Rabin, veterano de sí mismo, al que no parecía acreditable visión alguna más allá de la pura garantía de seguridad militar, es quien, sin embargo, ha sabido mirar al otro lado de la colina. Algo relaciona su figura con la de Menájem Beguin, el autor de la paz con Egipto: su capacidad de transmitir a la opinión la idea de que bajo su mandato jamás se pondrá en peligro la seguridad del país; pero aquí acaban las semejanzas. Mientras Beguin era un vendedor de alfombras descosidas, Rabin quiere llevar a su cumplimiento un contrato en toda regla con notarios, taquígrafos y bastante luz.

El editor del diario israelí Haaretz me decía en fecha reciente que su única lamentación era preguntarse si no se había perdido tanto tiempo inútilmente, si la primera ministra Golda Meir, tras la guerra del 67, no hubiera podido iniciar el camino de la paz. El general Rabin habría sido el primero entonces en condenar tal actitud. Un cuarto de siglo más tarde, con varias guerras de propina a sus espaldas, es, en cambio, el militar laborista, parco en el gesto y la palabra, de honradez tan tenaz como evidente, el que le da la vuelta al forro de su vida para entender que, entre el vasto tiempo de las cosas, es el de la paz el que, por fin, parece que ha llegado.

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