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Música entre los escombros

Antonio Muñoz Molina

A principios de los años cincuenta, mientras preparaba el rodaje de Los olvidados, Luis Buñuel imaginó una escena en la que una orquesta sinfónica interpretaría un concierto entre los pilares de cemento de un gran edificio en construcción: habría sido, contaba él mismo, una imagen rápida e inexplicada, vista muy de lejos, sin conexión ninguna con la trama de la película, un fogonazo de imposibilidad en medio del paisaje monótono de las cosas reales, en la polvorienta desolación de un descampado mexicano. Por falta de presupuesto, la escena no llegó a ser rodada, pero yo he vuelto a acordarme de ella al encontrar en este periódico la foto de un concierto ofrecido hace poco por la Orquesta de Sarajevo entre las ruinas de la biblioteca de la ciudad, que la artillería serbia bombardeó e incendió el año pasado, cumpliendo así con exactitud, y también con impunidad, uno de los más firmes mandamientos en la ortodoxia de la barbarie, aquel que destina al fuego y a la destrucción la letra impresa.A Buñuel lo divertía la incongruencia visual de los andamios y de los severos chaqués negros, de las poleas y los tabiques de ladrillo y yeso fresco y las actitudes ensimismadas de los músicos frente a los atriles. La comicidad fantasmal de aquella escena que no llegó a existir se convierte en desafío y dolor en la foto del periódico, de modo que en vez de un irresponsable delirio surrealista lo que uno está viendo es una afirmación de realidad despojada y solemne, un sereno desplante de heroísmo civil que tiene algo de manifiesto insobornable sobre el valor no sólo de la música, sino de la pura dignidad humana, sobre la importancia que puede adquirir, en medio de un cataclismo, la preservación de las buenas maneras, de los gestos antiguos, de la delicadeza con que un violonista se inclina sobre su instrumento o la confabulación que es preciso establecer entre las inteligencias de un grupo amplio de hombres y mujeres para que la música aparezca en el mundo y pueda mitigar o borrar durante unas horas el ruido de la metralla y la servidumbre del odio, del crimen y el terror.

En Madrid, durante la guerra española, un público animoso y hambriento seguía llenando los teatros y los cines, y la artillería franquista arreciaba sus bombardeos justo al final, de las películas, cuando las aceras de la Gran Vía se poblaban de gente y era más fácil lograr una matanza. De pronto, en el Madrid de entonces o en el Sarajevo de ahora mismo, ir al cine o a un concierto es un acto de coraje que roza la temeridad, y también una estricta declaración política: cuando parece que la brutalidad y la sinrazón lo arrasan y lo pervierten todo, cuando un país entero es aniquilado por los bárbaros ante la indiferencia absoluta de los civilizados, la destreza de un músico, su decisión de tocar entre los escombros de la biblioteca de Sarajevo en la misma actitud que si se encontrara en una sala de conciertos, tienen la potestad de disentir obstinadamente del infierno: una partitura, igual que un libro, puede ser tan útil en la ciudad sitiada como un trozo de pan, tan perentoria como una herramienta.

En un campo de concentración del sur de Francia, recién terminada la guerra española, un oficial republicano que no había cumplido aún veinte años y- al que sus convicciones libertarías de higiene le prohibían fumar cambió su ración de tabaco por un libro sin tapas que le ofrecía otro prisionero. El libro resultó ser El Quijote, y este oficial adolescente, que no lo había leído, se entregó a él y obtuvo de sus páginas lo que más necesitaba, un refugio para su dolor de vencido y un impulso para su voluntad de sobrevivir el cautiverio inhumano; medio siglo más tarde, aquel militar republicano, Eulalio Ferrer, es un magnate de la publicidad en toda Hispanoamérica, y ha fundado en México, el país donde se refugió en 1939 sin llevar consigo mucho más equipaje que un Quijote con las tapas arrancadas, un museo dedicado a Cervantes, en el que se atesoran todas las imágenes posibles y todas las ediciones que multiplican diariamente por los idiomas del mundo las aventuras de sus héroes.

Algún Quijote o algún Persiles arderían el año pasado en la biblioteca de Sarajevo, pero no es improbable que sobrevivan en la ciudad ejemplares intactos ni que aún queden lectores capaces de ensimismarse en ellos a la luz de las velas o de las lámparas de petróleo, en las noches de frío que ya anuncian el invierno, en el espanto monótono de un genocidio que nunca termina. El embrutecido cinismo que respira uno cada día lo induce a pensar que cualquier cosa vale y que nada tiene ninguna importancia. La verdad, la mentira, la música, los libros, los crímenes, la basura, el lujo, todo es lo mismo en un aturdimiento moral en el que no hay más simulacro de albedrío que el mando a distancia del televisor y en el que nadie parece inmune a la gangrena de la conformidad. De pronto, una austera fotografía vuelve a poner cada cosa en su sitio: los músicos de la Orquesta de Sarajevo, con sus chaqués impecables entre los escombros y sus atriles alumbrados por velas, se mantienen con pesadumbre y heroísmo en el lugar fronterizo donde los han dejado solos, en el límite siempre disputado entre la decencia y la bestialidad. El día en que ya no puedan seguir tocando el mundo será un poco más inhabitable.

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