Cada cosa en su sitio
Soy de las personas que leen en los momentos anteriores al sueño, ya en la cama. Por tanto, como casi todos los que no disponemos de otro hueco a lo largo del día, mi mesita de noche es una sala de espera de libros que van y vienen. Hace poco coincidieron en ella dos del mismo autor, uno que acababa de releer y otro que empezaba a degustar. Algo me llamó la atención: en el diseño de la cubierta de uno de ellos destacaba el nombre de la novela sobre el del autor, y en el otro era al contrario. El nombre del autor es Gabriel García Márquez, y el de las novelas, Cien años de soledad y El general en su laberinto. ¿Qué es más importante, quién se merece las letras grandes?, me pregunté. Casi desde el primer momento me incliné por la preponderancia de lo creado al creador: intuí que el autor de Cien años de soledad tuvo la obligación de transmitir este tesoro que nos pertenece a todos y que enriquece el patrimonio universal; Gabriel García Márquez sólo pertenece a él mismo y a su dios, si lo tiene.No obstante, la duda se mantuvo. Pero la polémica en tomo a Heidegger y el alumbramiento de las ideas antisemitas de Quevedo han hecho que me decante definitivamente por la opción intuida. ¿Por qué manchar obras como Ser y tiempo o El buscón con carnés políticos o cartas poco afortunadas? ¿Por qué desmerecer la creación por la supuesta incompetencia del creador en determinadas actitudes? ¿No es el señor García Márquez demasiado débil y temporal para que algún acto o dicho suyo inficionara la inmensa Cien años de soledad? Dejemos, pues, las obras magistrales en su sitio inmaculado y nunca bien ponderado y las personas en el suyo, sea cual sea, y dejemos las letras grandes para ellas y las pequeñas para ellos-
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