Deuda municipal
LA REALIDAD del desbocado endeudamiento de los ayuntamientos y la oportunidad del debate sobre la financiación autonómica se han aliado para alentar la movilización de los alcaldes para pedir soluciones a sus problemas financieros. Algunas ciudades están al borde de la quiebra y otras amenazan con dejar de prestar aquellos servicios que realizan en nombre de la Administración central. Los alcaldes quieren descargarse de una carga financiera de 2,2 billones, equivalente a más del 50% de su gasto anual (4,2 billones). Todo ello, 10 años después de que el Gobierno sacara la cartera por última vez para pagar lo que se debiera y poner los contadores municipales a cero.Las deudas municipales lo son, básicamente, por apuros de tesorería y por financiación de inversiones. En el primer caso, hay que recurrir a créditos a corto plazo para tapar un agujero que, por definición, debe ser circunstancial hasta que lleguen los ingresos que amparan los gastos corrientes. Un presupuesto erróneo en los cálculos de recaudación puede provocar, sin embargo, la consolidación de esta deuda que se perpetúa y multiplica. El capítulo más grave, no obstante, es el de la financiación de inversiones con créditos a medio y largo plazo.
Las alegrías contables o las inversiones injustificadas en los años en que todas las administraciones lo hacían a manos llenas han sido una constante en muchos municipios, pero el hecho de que el mal afecte a prácticamente todos los consistorios parece indicar que existen rigideces en el sistema de financiación que favorecen tales desbordamientos. En cualquier caso, antes de plantear las reformas pertinentes del sistema de financiación, los ayuntamientos están obligados a aclarar su cuota de responsabilidad en el desaguisado. Los gastos de personal, por ejemplo, aumentaron en 1992 en más del 30%.
Los municipios se financian en un 32% con fondos procedentes del Estado y en un 51 % con ingresos tributarios propios. Pero son tributos (el de bienes inmuebles y el de actividades económicas son los principales) cuya cuantía se fija en función de catastros o censos poco flexibles y cuya elaboración, además, corre a cargo de una Administración central poco diligente (como demostró el catastrazo). De tal manera que si los municipios quieren recaudar más, deben hacerlo subiendo las tarifas del impuesto hasta el tope permitido. Una decisión que tiene su correspondiente coste político, desproporcionado a sus beneficios.
En Europa existen dos modelos básicos de financiación municipal. El anglosajón se basa en un fuerte impuesto inmobiliario. En España no hay tradición de ello y acudir a esta fórmula exigiría un rotundo cambio en la cultura fiscal. El modelo nórdico o germano se basa en una participación en los grandes impuestos del Estado, el IRPF por ejemplo, que es lo que ahora piden los alcaldes. Un pacto sobre la fórmula es necesario, pero de nada serviría sin la asunción por parte de los ayuntamientos de los criterios de austeridad que se exigen hoy al conjunto de las administraciones -y de los ciudadanos- La pretensión de que la deuda sea de nuevo asumida por el Estado con cargo a los presupuestos significaría premiar a las corporaciones más pródigas (o irresponsables), y sería, por tanto, una incitación a nuevos despilfarros.
La propuesta de que la Administración central y las comunidades autónomas sufraguen una parte -el 4%- de los intereses de la deuda puede ser considerada: no exime de responsabilidad a los deudores, sobre todo a los culposos, pero alivia sus apuros e introduce un espíritu de colaboración entre los ayuntamientos y sus propias autonomías que, a veces, flaquea en la batalla financiera y competencial que libran las autonomías por su cuenta. Si hay consenso genérico en el reparto de los ingresos públicos en un 50% para la Administración central y los otros 25% para las autonomías y los municipios, un acercamiento a esta cuota por parte de los municipios (que ahora reciben un 14-15%) podría aliviar su menguada economía.
Este pacto político sobre la financiación municipal debería ir acompañado, no obstante, de mecanismos cautelares para que, si es satisfactoria la fórmula, no quepa la más mínima posibilidad de que dentro de 10 años los alcaldes vuelvan a mostrar los bolsillos vacíos suplicando un nuevo enjuague del Gobierno.
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